viernes, 29 de agosto de 2008

No eran tan fieros




Siempre había visto por fotos, por palabras propias y por ajenas, que los escritores eran gente seria, profunda o ligeramente tristes, según el momento de su vida, imbuidos de la solemnidad que su trabajo les imponía de una forma irremediable. Hombres que en realidad eran pararayos de dios, portadores del fuego prometeico, transmisores de las palabras de la tribu… Pero anoche, al entrar en mi blog de lecturas, cajadetormentas, revisé la columna de la derecha, y deslicé el curso hacia abajo, de una forma rápida. No me detuve a leer nada, sólo veía las fotos de los autores que han aparecido a lo largo de estos dos años en una sucesión que los mostraba -lejos de hombres y mujeres con ese sobrio y responsable ceño de los que han luchado con el ángel para vencerlo- como una galería de personas normales, padres de familia, oficinistas, directores de cine, mensajeros, atareados compañeros que vienen del supermercado con la compra para el fin de semana, que bajan la basura. Gente normal que experimenta alegría en unos casos, satisfacción en otros o aventura como en la foto de Vila Matas. Hombres aparentemente tranquilos como Julio Verne en la costa con su familia, cómplices como Raymond y Tess, o como Eugenio de Andrade y el Micky de Cántico, su gato negro o evadidos en la indiferencia como el caminar de Pessoa.

Quizás si algo había en común a todos era la moderada manifestación de esos sentimientos, como si el exceso de vida de sus libros apenas quedara esbozado en sus caras. Pero, no cabía duda, estaba allí, como una revelación final del oficio de escribir, no tan fiero, claramente humano, creando un lugar también para la alegría, la satisfacción, la complicidad, la amistad, el orgullo de ser lo que son.

lunes, 25 de agosto de 2008

Confesiones de un niño católico

Al leer el prefacio del libro de Michel Onfray La fuerza de existir, mientras el escritor recorre sus años infantiles en una institución de educación francesa, regida por los padres salesianos, me he dado cuenta, bajo la atenta luz de sus palabras, de un hecho que hasta ahora nunca había formulado pero que había intuido, que mi formación fue una formación religiosa y no porque hubiera estudiado en un colegio de curas sino porque yo era un alumno enteramente católico. Lo curioso es que mi formación estuvo aparentemente apartada de los valores de una vida trascendente ya que mis padres en cuanto pudieron burlar las estrecheces de la economía familiar nos cambiaron a los tres hermanos de un colegio público, donde aún había crucifijos en las clases, a una cooperativa con cierto sabor de izquierdas, algo más libre, algo menos prejuiciosa, un colegio que habría hecho en cierta medida las delicias de Rodari.



Mis padres no iban a misa y en casa las cuestiones religiosas se trataban de una forma velada, como sucede con las supersticiones. Mi madre a su manera era creyente entonces, aunque ella siempre ha preferido cuidar las cuestiones del alma a través del cuerpo, con leche y galletas a media tarde. Mi padre no hablaba de esas cosas y cuando lo hacía lo hacía desde la nostalgia de la vida de su padre y de su propia vida, sometidas a un régimen dictatorial católico e intransigente que acabó con las esperanzas del primero y condicionó la actitud vital del segundo hacia lo que en mi familia se llama ser de izquierda genético, algo, parece ser, incompatible con la iglesia. Así que no sé claramente de dónde saqué yo esos hábitos y aspiracones creyentes que amoldaron mi persona en los años de la infancia y de la pubertad, y creo que hasta hoy mismo. La rectitud me persiguió siempre, la culpa aún me reconcome, el deber y lo indebido, y especialmente el temor, forman parte de un bagaje moral que hubiera deseado perder en alguna fonda a lo largo de estos treinta y cinco años.

En algún lugar he oído que todo buen creyente es temeroso. Tal vez esas frases anodinas, que se dicen por decir, como salidas de la lengua piadosa de las beatas de barrio que las repiten como letanías de iglesia, o como cuando un niño dice, noche tras noche, a sus padres que pasan la velada en el salón, “hasta mañana si dios quiere a todos”, tal vez, decía, esas frases, esos gestos, no sean tan banales. Los crucifijos, los cuentos infantiles, los ángeles de la guarda, ideas como el paraíso y el infierno, que nos asustan en la infancia, las vidas de los santos –recuerdo un poema de Ana Rossetti en el que evoca cómo prefería los martirologios a los cuentos de Lovecraft-, son la superficie de un mundo que creíamos abolido y que sin embargo tiene sus valores profundamente enraizados en nuestra cultura.


Por eso, creo, pasaba por los colegios laicos de una comunidad obrera con mi visión católica, digamos “innata”, y desde ese cristal observaba la realidad deformándola para que el deseo de ser monaguillo, que albergaba aquel niño que era yo entonces, no fuera en balde. Tal vez por eso sufrí con AMDG de Pérez de Ayala o con otros relatos tan propios de nuestra literatura anticlerical y ahora simpatizo con el terror y el temor del niño Michel Onfray.

Temor y terror han guiado en parte mi vida, lo veo con claridad pero no sin inquietud. Ahora, acostumbrado a las cosas más modestas, espero que el libro de Onfray me depare otras sorpresas que hablen de mí aunque sea en voz baja.

jueves, 21 de agosto de 2008

Los Teutul viajan por Europa


Uno tiene sus aficiones y estas aficiones se acentúan en verano. Quién sabe por qué un día decidí seguir las peripecias de la familia Teutul, la familia que dirige o.C.c., una curiosa fábrica de motos por encargo de la antigua escuela. Ahora están de gira por Europa y montados en unas impresionantes Triumph, buscan la esencia del espíritu europeo sin desprenderse de su temperamento norteamericano.

Turistas lo que se llama turistas no son. Algo peculiares los Teutul viajan por Inglaterra, por Escocia y por Francia, realizando un itinerario que ha planeado el pequeño de la familia, Michael, un rubio con tirabuzones de ciento veinte kilos, más o menos, que en realidad se dedica a agradar a su padre y a facilitar la comunicación entre los Teutul con métodos no del todo ortodoxos como sus curiosas técnicas antiestrés que terminaron con la puerta mecánica del taller de Orange Country Choppers o su manera peculiar de hacer los recados como cuando en compañía de uno de sus amigos fue a la casa de su padre a recoger la figura de madera del querido perro de Paul y terminó metiendo una furgoneta en una estanque en obras, cosas así que al mayor de la familia, una fiera imitación de Hull Hogan, le hacen desternillarse de risa.

Ellos tienen su forma de ser, es decir, ellos tienen claro que son norteamericanos, o quizás, no lo saben, o no saben que son como son, ya que viven desde la normalidad más absoluta su curiosa manera de habitar este mundo. Su paso no deja indiferente a nadie, aunque a ellos las costumbres de los distintos lugares no parecen afectarles demasiado. En Londres chirrían ruedas ante los impávidos gentleman del centro del mundo anglosajón o se aburren a lo Homer Simpson en el autobús turístico y ante el nada atónito guía que no pierde ni en un solo momento la compostura. En Edimburgo se llevan de paseo en una escooter al gaitero que ameniza la entrada al castillo y en Francia llegan a la conclusión de que los gabachos tienen un problema serio con su idioma.

Pero no nos engañemos, al final los Teutul son entrañables. Es esa ingenuidad de los pueblos jóvenes lo que los hace encantadores. Yo he empezado a decir que no veo el programa que se emite en uno de los canales más terribles de documentales de nuestra televisión, Discovery channel, y he aquí el problema, me inquieta tener que afirmar que ya no veo American Chooper, the series, cuando de una u otra manera, al final termino a las ocho y media sentado en el sofá de casa y cambiando de canal por azar hasta llegar al dial 90. Ellos homenajean todo lo que ven, a su manera, Edimburgo es para ellos el escenario de una película de Meg Gibson, Francia Salvar al soldado Ryan, Londres Mary Poppins. Así van las cosas. Pero qué le vamos a hacer, ellos no dejan de ser lo que son y en el fondo es una autenticidad envidiable, sana, capaces de pasar con indiferencia ante Stonehenge y, sin embargo, de perder la color frente a un monolito de cemento que conmemora las bajas norteamericanas producidas en el desembarco de Normandía.

Y yo sin saber quién soy.