lunes, 31 de agosto de 2020

Aquí estuvo Kilroy

 



Kilroy pero en una balda de la librería de unos grandes almacenes, junto a un panel con remaches metálicos, quedaba un ejemplar. Suerte la mía que me he topado con un retazo de lo que vivió Clara Janés en Kampa y luego con esta aurora de Rafael Argullol, pero sobre todo me he visto -de hecho ahora mismo estoy viendo y seguiré en cuanto acabe con el bosquejo de estas líneas- con cómo un lector aprende con lo que lee, no para ser necesariamente mejor escritor, que es algo secundario, sino para ser mejor persona. Desde hace un tiempo he descubierto que la poesía es mi espacio de trabajo personal, mi yoga, mi saludo al sol de cada día y me emociono cuando veo que transito por un camino que otros, más sabios, ya empezaron a recorrer hace algún tiempo. Gracias,

Cerezas

 



Los cerezos siempre me han acompañado. Cuando era pequeño vivía en un barrio obrero a las afueras de Murcia. El delirio de un botánico, cada calle y cada plaza -replacetas, decíamos nosotros- llevaba el nombre de una planta. Nosotros vivíamos en la calle del romero, también estaba la calle de los alhelíes, de las gitanillas... Las plazas además daban cobijo en unas jardineras al árbol que les daba nombre. Mi casa daba a la plaza de los cerezos, donde además de un pino centenario y una palmera altísima, que posiblemente estaban allí antes de que se proyectara la urbanización, había una docena de cerezos jóvenes con sus ramas rojizas y sus flores blancas que acudían todos los años anunciando la primavera. Pese al clima del sur tan poco proclive para que este árbol dé frutos los daba y los críos nos colgábamos de sus delgadas pero flexibles ramas en busca de las cerezas. Qué sabor y qué recuerdos. Creo que Kiarostami aún no habría hecho su película.


Cherry blossoms de Marcela Duque.