jueves, 12 de marzo de 2009

En la ciudad con Michael Nyman

Nocturno de Jorge Macchi

Me dice María Jesús que llevo unos días pajizo. Es verdad. Sólo contestaré en mi defensa que es esta vida perra que a veces te hace pasear por páramos que nunca hubieras deseado transitar. Por eso esta noche te has regalado a Michael Nyman. A Michael Nyman band y la soprano Marie Angel. No lo sabías pero de pronto te has visto en la necesidad de salir de ese claustro interminable, más de tres horas, y de llegar al auditorio donde aún quedaba por venderse tu entrada, una entrada azul que te ha abierto las puertas a dos horas de vuelo. Y además en patio de butacas. Cansado, muy cansado. Pero las expectativas son grandes. Empiezo a escribir estas notas. Me resulta curioso no conocer a nadie entre tanta gente, me resulta curioso estar solo entre tanta gente. Es una sensación rara y familiar a la vez, como si estuviera de viaje, como si me sintiera en casa.

Y me acuerdo del poema de Kavafis, La Ciudad. Ese poema que viene a decirnos que la vida que hemos malogrado en esta ciudad la hemos perdido en todas las ciudades, pues la ciudad es siempre la misma. No busques otra. Y pienso que ésta es mi ciudad, que estoy a menos de diez minutos de mi casa, que ahora podría estar viendo la tele en vez de estar aquí, en esta sala, a mil kilómetro de toda preocupación, rodeado de gente extraña -menos Isa, que llega y me saluda, cuánto tiempo, cuándo David Lynch-. Esta ciudad que fundo ahora, como en el poema de Konstantino Kavafis, pero al revés, para que la vida que aquí retoña lo haga en todas las ciudades.

Y cuando Nyman se ha retirado la gente sigue aplaudiendo. Tú aplaudes como el que más. Estás fascinado. Y solo. Y fascinado de nuevo. Entonces sale ya sin sus músicos, avanza hasta el piano, se sienta, toca. Y la lluvia empieza a caer en tu corazón.

jueves, 5 de marzo de 2009

Providence, Rhode Island


Me pregunta Rocío, así a bocajarro, sin miramientos, si no me da vergüenza hablar de mi vida aquí, contar las cosas que me pasan, ir devanando el ovillo de los días. Y no sé qué decirle, le digo que no, que por eso lo hago y luego me quedo con la pregunta, pero por qué, por qué lo hago.

Hay algo de exhibicionismo creo, pero en realidad sé que no debo contestar a la pregunta, porque es una pregunta trampa, una pregunta que me llevaría a pensar en el hecho de por qué escribo, y lo que sé es que lo hago y que, no es que me haga feliz, es que no podría dejar de hacerlo. Poco más.

Escribir sobre tantas cosas, escribir sobre lo que me pasa y lo que me podría pasar, especialmente esta semana en la que las cosas se precipitan, caen, se desportillan. Siempre he huido de dar datos concretos, fechas, nombres, pero sé que mi vida aparece, aunque velada, en estas entradas, sé que aunque defienda la ficción la gente lee, por ejemplo, por mucho que ponga La comunidad de los despechados, Antonio el despechado, o el desdeñado, como apunta el licenciado Lorente, y recrea la historia a su parecer.

Ayer me paseaba por Murcia pensando en estas cosas. Iba al programa de radio en el que colaboro desde hace tres o cuatro años. Y paré en una sala de exposiciones. Pensé en muchas cosas, pensé en que era momento de dar ese paso que no termino de dar y que, creo que voy a acometer con toda la ilusión del mundo, porque, no me engaño, se están dando todas las circunstancias necesarias. Mientras veía las imágenes que me gustaría compartir contigo, leía los pies de las fotos, leía palabras como Providence y seguidamente Rhode Island, y me emocionaba, porque ahí estaba, ese deseo, el de volver a escribir, pero de verdad, el de vivir de acuerdo con esta pasión, como recomendaba Rilke al joven poeta que le demandaba consejos. Recuerdo cuando me quedaba en casa para terminar de escribir algo, cuando no cogía el teléfono si me quedaban veinte o treinta páginas de una novela o simplemente cuando me apetecía quedarme solo, a mi aire.

Había una foto especial: una silla, una ventana, un cuerpo desnudo parcialmente, sólo los pantis, y no sé por qué -otra vez esta ignorancia en la que me refugio- pero sentí que quería ser eso, que quería vivir así, que tenía que hacerlo, sin excusas, sin paliativos para el dolor extinto, para ningún tipo de dolor y menos para el hastío. Y no sé tampoco por qué me vi pensando en Ana Martínez, la pintora, y en Concha Martínez Barreto, la otra pintora. No sé por qué me acordé de la casa de Ana, donde pinta o pintaba -hace tiempo que le perdí el rastro-, una casa vieja, algo espartana, donde sólo hay lugar para la pasión. Y no sé por qué me acordé de Concha y de su propia pasión, y de sus tardes de no salir, de no moverse, de quedarse en casa con sus cuadros, pintando.

Providence, pensé, Rhode Island. Y lo supe. Aquí hay un principio de algo. Y da igual que lo desees o que no lo hagas, porque va a suceder. Podrías dilatar la espera, complicar las circunstancias, pero da igual, si es que ya está sucediendo. Y no te preocupes. Va a ser fácil. Basta con tirar del hilo, dejar que el ovillo se deshaga.

miércoles, 4 de marzo de 2009

El peso de las palabras


No es una traición. Es solamente un juego. Me invitaron a formar parte de la mafia literaria y no sabía cómo hacerlo. Creo que he encontrado la forma. Me gusta. Me divierte. Así que por allí voy publicando este relato de cine negro, tal vez, con algo de Los soprano más que de El padrino. Con algo de la Dalia negra o tal vez de Zodiac. Mucho cine, creo y no tanta literatura.


Ahora puedes seguir, si te apetece, mi relato en el blog mafialiteraria.blogspot.com o pinchando directamente en

El peso de las palabras 1
El peso de las palabras 2
El peso de las palabras 3