
De entre todas las cosas del mundo -parecen decirte con sus ojos entornados, con su sonrisa- esto es lo que quieres y yo te lo voy a dar.
Una noche me salvó del aburrimiento Robert Crumb. Me salvó del aburrimiento o de algo peor, la nada cotidiana. Mis problemas con las mujeres cuenta desde cierta ironía la relación del dibujante con esas mujeres hiperbólicas que lo habían enamorado, ignorado, pataleado, excitado, a lo largo de su vida.
Me sonroja leer a Robert Crumb cuando hay gente alrededor, igual que me sonroja quedar con una chica -no sé, cierta infancia que aún se cuela por los patios de mi vida como un niño que entra en las estancias más oscuras buscando una pelota-. Así que esa noche me fui pronto a dormir alejándome de mi familia con el álbum debajo del brazo. Y entonces lo vi. Yo no era, por supuesto, Robert Crumb, ni siquiera creo que fuera posible que nos pareciéramos, pero hubo algo que me llamó la atención, algo en lo que sí que éramos iguales, porque no sé cómo, pero había notado ya desde la adolescencia que cuando quedaba con una chica, a tomar café, por ejemplo, me veía después como un crío pequeño hablándole a una mujer infinita.
Hoy se lo he dicho a mi amiga María Dolores, con la que comparto algunas cionfidencias, mientras iba creciendo poco a poco, estirándome, llenando de nuevo la camisa con mis brazos que poco a poco iban cogiendo su musculatura, sus manchas, la marca del reloj. Durante un rato había sido un niño y ahora estaba volviendo a la madurez, adoptando de nuevo los vicios de la edad en este cuerpo de treinta y tantos años, dejándome crecer la barba, hasta el momento exacto en el que escribo esto.
Tenía que decírselo a ella, mi amiga, tenía que decirle que esta tarde la vida había sido un jardín donde me estuve tirando por el tobogán de un sueño infinito. Y Robert Crumb lo sabía.