
El otro día mientras paseaba por Norfolk me encontré con una vieja amiga. Hacía años que no nos veíamos, y cuando digo años me refiero a esa sucesión de días uno detrás de otro que van viendo pasar las estaciones una tras otra hasta perder la cuenta.
A mí me sorprendió verla por Norfolk, a ella más verse allí, pero allí estábamos uno enfrente del otro, en una ciudad cada vez menos extraña. Y así, uno enfrente del otro empezamos a hablar, pero dejamos que entre nosotros apareciese una mesa de café, pequeña, de mármol desportillado con dos tazas. Nos pusimos al día de las cosas que creíamos más importantes, de esto y de aquello, de lo divino y de lo mundano, por decirlo literariamente. Así que al cabo de un rato nos quedamos sin palabras, porque éramos amigos pero no tanto como para que el tiempo no hubiera erosionado nuestros lugares comunes. Y cuando pensaba que la conversación había terminado me preguntó si seguía tomando ocho galletas con la leche por la mañana.
Vaya, me dije, pues sí, sí es verdad, ni una más y ni una menos. Ocho galletas, no siete, no seis, imposible nueve, aunque se quede una sola en el paquete.
Y aunque ella se fue pronto -el autobús en el que viajaba seguía su camino hacia Escocia-, la conversación se quedó abierta en mi cabeza de tormentas. Y como Proust me quedé con mis ocho galletas pensando en las supersticiones que hicieron mi infancia y primera juventud más habitable. Girar en la cama siempre en el mismo sentido, ojear las revistas siempre del final al principio, invariablemente, así descubrí en los periódicos que la cultura iba detrás de la televisión pero mucho antes que la política, la camisa de la suerte, la goma de la suerte, el lápiz de la suerte, kilómetros pares en la moto, sonido par en el radiocasette, par y no par, un número y no otro. Y mis ocho galletas, una detrás de otra. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete y ocho galletas deshaciéndose en el vaso de leche con colacao.
Y con eso me quedé, con mis ocho galletas, ni números pares, ni órdenes inversos, ni colores, tan solo mis ocho galletas, que son, como el vaso de leche con magdalenas de mi madre, mi antídoto contra los días oscuros de oscuro porvenir.