lunes, 5 de mayo de 2008

Necrológica


Publicado en Integrales y Derivadas,
Editorial Bolboletras/Aladeriva. 2006.



Ya no recuerdo si la frase es así exactamente o si la multitud de ocasiones en que la he usado e incluso en que la he oído usar deformó las palabras, quién sabe si a mi favor o tal vez en mi contra. Decía Píndaro -y esta es la frase- que sólo el elogio justo es el que honra. La proporción, la mesura, es quien nos dice esto hizo y esto fue, así debemos recordarlo, ni más ni menos, y es exactamente en este punto donde confluyen el más y el menos, nuestro más y nuestro menos.

Traer al hilo anécdotas de su vida, hechos curiosos, incluso que rocen la inverosimilitud y que nos muestren a un Roberto Campbell ingenioso, a mitad de camino ―una vez más la mitad, el punto medio― entre el genio y la ingenuidad, entre el hombre sabio y el hombre inocente, entre el que ve de una forma certera el meollo de las cosas, como iluminado por una luz que sólo a él se revela de forma prodigiosa y el que inmediatamente después ofrece su cara más tierna, la del que no entiende lo que le hiere, lo que le constriñe, lo que le hace daño, como un ser desprovisto de maldad y de instrumentos de lucha contra esa maldad del mundo, que por otro lado no entiende. Traer al hilo del relato anécdotas de su vida es fácil, incluso sería entretenido, nos daría una visión poliédrica de lo que hizo, de lo que fue, imágenes sueltas que hilvana el único hilo de su protagonista, el hombre, el escritor, el lobo solitario que se guarecía de las inclemencias del mundo detrás de sus gafas oscuras y de su triste aliño indumentario, como dijo el poeta. ¿Pero recordar la anécdota definitiva?, me pregunto, ya no es tan fácil. A veces es parte del azar que alguien, algún amigo que ha ido a visitar al finado, cuando aún no lo era, cuando aún estaba entre nosotros y hacía cosas como nosotros, lejos de la leyenda, de la desmesura que el tiempo, como narrador, hace con los argumentos que relatan episodios de la vida del fallecido, estirando, ensanchando, deformándolos, se encuentre de bruces ante la anécdota definitiva, la que lo dice todo en su concreción, en su término medio, aquella que resume perfectamente su talante, al homenajeado, haciendo lo que hacía, siendo lo que era, recordado tal y como habremos de imaginárnoslo después.

Es cierto que entramos juntos al café, ésta es la anécdota, éste es Roberto Campbell, así lo recuerdo. Llevaba los pantalones vaqueros raídos, la chaqueta de pana con la que fue retratado en multitud de ocasiones, la del parque del Buen Retiro, donde aparece entre varios compañeros del exilio: Porfirio Rodríguez, José Marcos Barrena, Lorenzo Jurado, Catalina Peneda, Asunción Mengual. Todos jóvenes, componiendo el retablo de las maravillas, el retablo que sólo ellos ven, aún sin obra sólida, relatos corregidos sobre las propias páginas donde han sido publicados por primera vez, Hélice, La Isa desnuda, ediciones del ayuntamiento de Tabernas..., palabras desproporcionadas, en consonancia con su juventud, con el exceso que poco a poco irán sujetando, metiendo en vereda. Algunos lo conseguirán, otros, como es el caso de Lorenzo Jurado, terminarán malviviendo de dar el palo a los amigos y de frecuentar la prensa de provincias despotricando de ellos, relatando los hechos ignominiosos, los que en el fondo no olvida nadie, los que deforman, los que hacen daño, haciéndose así una reputación de hombre insobornable que aparece aquí y allá, en el jurado de un premio, detrás de los presentes, dispuesto para la foto con algún escritor de renombre, retirándole la silla, flanqueándole el paso, riéndole socarronamente las gracias. Ya venía con la montura de las gafas caída sobre el apéndice nasal, frenada en su movimiento vertiginoso por ese abultamiento que conformaba su expresión, algo así como John Wayne o el malogrado Karl Malden, el sheriff redimido de El rostro impenetrable, pero aún con cuentas pendientes de amistad o de fechorías.

He dicho que entramos juntos al café. Para mí nunca lo ha sido, pero sé de gente para la que es fácil pensar en los cafés, fácil olvidarse del mundo que los rodea, no ser nada más que un individuo que está sentado, que se refugia tras un libro, frente a un cuaderno de hojas tachonadas de garabatos, que ascienden y descienden, que aprovecha los bordes para dar existencia a una idea de última hora, una adenda, un comentario. Y Roberto era uno de ellos, si debemos de creer lo que nos cuentan los periódicos. De hecho en el reportaje que canal + había preparado en sus últimos días y que sólo emitió tras su muerte –nadie, me gusta pensar, sabía qué poco tiempo le quedaba entre nosotros– aparece en un café, un café cualquiera, un café anónimo. A diferencia de otros escritores que se relacionan con un local determinado, que lo convierten en su oficina, en su lugar de tertulia, Roberto no era habitual de ninguno, y tal vez por ese capricho de vagabundear hasta encontrar un lugar propicio, el lugar que en ese momento era el lugar idóneo, el que se acomodaba a su ánimo cambiante, nos vimos. Hacía tiempo que no coincidíamos, creo que desde la Feria del Libro de hacía dos años. Entramos en silencio. Era un hombre de silencios grandes, valorativos la mitad de las ocasiones, otras veces simplemente inexpresivos, silencios de ausente o de aburrido. Llevaba varios libros que dejó sobre la mesa mientras agitaba el café con un movimiento nervioso. La versión francesa del Libro checo de los sueños de Ludvik Vaculik, un libro de César Aira, la recentísima traducción de Paludes de André Guide, creo recordar. Cuando me levanté para ir a la barra a pedirle al camarero mi café con leche, que había olvidado, aprovechó y sacó su cuaderno. Utilizaba cuadernos escolares, y los maltrataba, las tapas arrugadas, el alambre con una contorsión endemoniada. El extremo del bolígrafo bic con el que empezó a apuntar las primeras palabras estaba mordisqueado. Escribió algo –no atiné a ver, no supe preguntar–, algo que podría ser el primer verso, el verso que se lanza como un aparejo de pesca al insondable mar de la inspiración, o tal vez un adjetivo, la palabra justa para definir a un personaje, tal vez el sheriff bueno, el sheriff reformado, el que ha vuelto al buen camino pero que tiene cuentas sin saldar con el pasado, y que aparecerá definitivamente en la página ciento doce de su última colección de cuentos, la editada póstumamente, caracterizado como un hombre bueno, un hombre honorable y despiadado. Y se queda con esas palabras ahora en su cuaderno. Ha tachado dos o tres con anterioridad.

Apenas me había dado tiempo a sentarme. Sin mediar palabra se levantó. Lo vi avanzar tranquilamente hasta la barra. Algo había cambiado en el local, la luz, tal vez un grupo de jóvenes ruidosos que había aparecido de la nada o que había estado allí desde el principio y que había pasado desapercibido hasta que alguno de ellos, posiblemente el bajo con acné, tuvo una ocurrencia y todos se rieron. A lo mejor fue algo más sencillo, a lo mejor fue sólo el tiempo el que cambió, el que había pasado igualmente de soslayo, escamoteando a la realidad, hasta que miró, miramos, el reloj de pulsera o el reloj que marcaba el paso de los segundos, uno a uno, entre las botellas de las estanterías del bar, y se hizo presente, sin aviso. Algo sucedió porque la realidad había cambiado y sólo él sabría decirlo después, en su estudio, frente al ordenador, donde iría tecleando una a una las letras, conformando palabras y luego frases de un texto nuevo, un texto que antes no había existido tal cual, al menos así como él lo estaba pensado y lo había formalizado.

Sacó del bolsillo unas monedas, pagó su café, luego se marchó. Me gusta pensar que la última mirada, la que echó a la mesa donde había estado sentado, la que estaba junto a la mía –el respaldo de la silla donde estuvo tocando la silla donde aún yo estaba –, no buscaba algún objeto olvidado, la libreta, que palpó en el bolsillo de su chaqueta antes de seguir el paso, sino que era para mí, que ese gesto último, con el que se subió la montura de las gafas una vez más era su manera de despedirse, de decirme adiós, ni más ni menos, de corresponder mi paciencia aquella tarde, y la tarde en la Feria del Libro, en una cola interminable con su última obra bajo el brazo para que me la firmase. Fue el mismo gesto de aquella tarde, el mismo gesto con la mano izquierda mientras con la derecha me entregaba el libro dedicado, el mismo gesto que entonces esbozó mirándome, mirando a aquel amigo que había compartido un tiempo valiosísimo de aquella tarde primaveral, aquel amigo con el que ahora quedaba en paz, con las cuentas saldadas, después de dos años, después de dos años esperando la oportunidad de volver a verlo, de que me correspondiera por mi infinita paciencia en aquella cola frente al stand de la editorial. Fue entonces cuando me acordé de aquella película, El rostro impenetrable, y de Karl Malden con la estrella de sheriff en la solapa de su chaqueta, de Karl Malden vivo, de Karl Malden saldando sus deudas. Y fue entonces también cuando decidí escribir este texto, este texto donde todos mienten, donde todos envidiamos lo que no tuvimos, lo que no hemos tenido, como Marlon Brando en esa película, como Marlon Brando convenciendo a la joven Katy Jurado de que es un hombre bueno, de que la querrá después, después de todo. Entonces lo vi claro, ésta era la anécdota definitiva, la anécdota después de todo, la que no dice más de lo que pasó y tampoco menos, la anécdota donde todos mentimos un poco, pero sólo lo justo, lo justo para que sea verdad, aunque esa verdad se olvide pronto, como todas las promesas, para que esa verdad sea mesurada y nos conforte, sea el lugar del elogio, a miedo camino entre la realidad y la ficción.

No hay comentarios: