De Andrés García Cerdán ya sabemos muchas cosas. Ha publicado los poemarios Los nombres del enemigo, Los buenos tiempos, La cuarta persona del singular, Curvas y Carmina. Es un culico de mal asiento, como diría mi madre. Ha participado apasionadamente en todo aquello en lo que ha creído como la revista Thader, la banda de punk-rock (no sé por qué se define así en la solapa del libro, pero así aparece) Leñadores o ha formado parte de ese estupendo festival llamado Fractal Poesía.
El libro La sangre ha sido publicado por Valparaíso ediciones. Obtuvo el II Premio Internacional de Poesía Ciudad de Almuñécar y lleva una portada de Carmina Ramírez. Y no es un libro sorprendente, al menos para los que estamos ya acostumbrados a la poesía de Andrés García Cerdán, porque sabemos lo que lleva entre manos y la calidad y el compromiso de lo que hace. Este libro conjuga por partida doble algo que ya me llamó la atención desde la época en la que nos reuníamos en el cafetín árabe de la Plaza de las Flores para perpetrar, junto a Cristina Morano, Antonio García Jiménez, Joaquín Baños, Ángel Paniagua, etc., la revisa Thader. Se trat de un sentido rotundo de la forma, del conocimiento de los aspectos formales, incluso más clásicos, como vertebración del contenido, con una modernidad rabiosa, a flor de piel, vivida con una autenticidad que aleja cualquier impostura, que quema, y que como muchos poemas de este libro, necesita del fuego. El libro consta de varias partes, simplemente numeradas. Es la primera parte donde aparece con más profundidad esta necesidad del fuego.
Los juegos de similitud con la sangre se devanan a lo largo del poemario, la sangre como símbolo o imagen de vida, de dolor, que vive con la fiereza del tigre o la sangre como fuego. Es esta relación la que a mí más me ha impactado. El fuego aparece en estos poemas iniciales como un punto de inflexión en la realidad, un cambio sustancial en la naturaleza de las cosas, pero también es a la vez una actitud vital, una energía que fluye en las cosas desde el origen. No sé por qué al leer el libro y al escribir estas palabras, me viene a la cabeza un verso de John Ashbery, en el que desde muy lejos alguien o algo viene corriendo, y no creo que sea una asociación puramente desde el juego de palabras con la ceniza, porque hay en el libro de Andrés ese sentido de la sangre, del fuego que fluye desde el inicio pero que es ahora cuando arde y cuando se convierte en consumación, momento pleno y a la vez carpe diem, porque como experiencia el fuego es un límite. Es un momento pleno que lleva implícito su final aparentemente contradictorio, pero necesario, de ahí el carpe diem, la urgencia de salvarlo para que el tiempo no lo ensucie, aunque ese nosotros, donde convive el escritor y el lector, nada hace, porque es la propia naturaleza del fuego la que dicta el poema. Hay además una comparación voluntaria, que aflora en varios momentos del libro, entre el fuego y el lenguaje en cuanto límite de la experiencia. El fuego también da visibilidad a lo oscuro, convierte la madera en luz, que se consume, haciendo valioso ese momento fugaz de revelación.
Pero el libro no se quema, fluye, pervive, se serena en la segunda y tercera parte. Comparte una experiencia más sosegada del mundo, más intelectual, más referencial. Y también se agradece, porque es la compensación y un consuelo de las cenizas.
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