Los cerezos siempre me han acompañado. Cuando era pequeño vivía en un barrio obrero a las afueras de Murcia. El delirio de un botánico, cada calle y cada plaza -replacetas, decíamos nosotros- llevaba el nombre de una planta. Nosotros vivíamos en la calle del romero, también estaba la calle de los alhelíes, de las gitanillas... Las plazas además daban cobijo en unas jardineras al árbol que les daba nombre. Mi casa daba a la plaza de los cerezos, donde además de un pino centenario y una palmera altísima, que posiblemente estaban allí antes de que se proyectara la urbanización, había una docena de cerezos jóvenes con sus ramas rojizas y sus flores blancas que acudían todos los años anunciando la primavera. Pese al clima del sur tan poco proclive para que este árbol dé frutos los daba y los críos nos colgábamos de sus delgadas pero flexibles ramas en busca de las cerezas. Qué sabor y qué recuerdos. Creo que Kiarostami aún no habría hecho su película.
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