Mientras que una parte de mi vida se iba al traste, otra emergía con gran fuerza, aunque entonces no lo supiera. Hace dos años me encontré con Bach y conmigo mismo, y desde entonces he intentado escribir sobre esta coincidencia sin mucha fortuna.
De saber, me digo, en alguna ocasión, me gustaría contarlo como hace Félix Grande al final de su novela La balada del abuelo Palancas, que en su cama en Tomelloso, dice, prácticamente difunto, recibe la visita de un músico extranjero que ha venido a tocar el piano para él. Un músico anacrónico que toca y que por un momento inunda la ciudad abierta de par en par.
Fue mi asidero. Recuerdo las primeras sonatas que escuché en una grabación del Bach Collegium Japan, dirigidas por Masaaki Suzuki. Me resultaba emocionante comprobar cómo mientras cruzaba Corvera la música de Bach llegaba hasta mí, en ese viaje que a veces orienta la curiosidad. Una y otra vez sonaba el mismo cd, que había comprado con el diario El País. He leído en algún sitio que Bach es un bosque de símbolos, para mí, sin embargo, fue un bosque de emociones, aunque sé que quizás no sea uno de los músicos más apegados a las pasiones humanas. Entonces Bach no reinventaba el mundo para mí como una consolación por la desdicha. No se trataba de eso. Era como poner un papel de celofán sobre la vida, matizar los colores, el daño, las desnudez, equilibrarlo todo. Escuchar a Bach, en mi coche, camino del trabajo, era estar en mi templo, en mi cuerpo, en mi vida, de forma plena, cuando la realidad era una cosa taimada y pobre.
Pero en realidad Bach llegó a mi vida a través de los libros, especialmente a través de la Pequeña crónica de Ana Magdalena Bach y luego de la música, el Pequeño libro de Ana Magdalena, que el cantor de Leipzig compuso para su segunda esposa. Y más adelante música y literatura. Las variaciones Goldberg de Glenn Gould y de Keith Jarrett, la novela El malogrado de Thomas Bernhard, y un extrañísimo Hush con Yo Yo Ma y Bobby MacFerrin. Las cantatas grabadas por Koopman y Las pasiones, el Oratorio de navidad, las Suites de Cello interpretadas por Pablo Casals o el estuche de Rostropovich y ese poema de Javier Moreno que envidié desde el primer momento.
Cosas así que uno nunca olvida. Fue mi primera toma de contacto con la música clásica. Mi propio camino, algo perdido, tal vez orientado por algunos amigos que me grababan cosas, que me entretenían también con otras rarezas como el Snowflakes are dancing de Debussy grabado por Isao Tomita, un juguete, que en las tardes de mucho frío me consolaba posándose como copos de una extraña luz sobre los libros de mi biblioteca.
Pero era ante todo mi camino, mi camino solitario, mis primeros pasos -y no sólo por la música- en ese bosque de símbolos que ahora empiezo tímidamente a desentrañar.
De saber, me digo, en alguna ocasión, me gustaría contarlo como hace Félix Grande al final de su novela La balada del abuelo Palancas, que en su cama en Tomelloso, dice, prácticamente difunto, recibe la visita de un músico extranjero que ha venido a tocar el piano para él. Un músico anacrónico que toca y que por un momento inunda la ciudad abierta de par en par.
Fue mi asidero. Recuerdo las primeras sonatas que escuché en una grabación del Bach Collegium Japan, dirigidas por Masaaki Suzuki. Me resultaba emocionante comprobar cómo mientras cruzaba Corvera la música de Bach llegaba hasta mí, en ese viaje que a veces orienta la curiosidad. Una y otra vez sonaba el mismo cd, que había comprado con el diario El País. He leído en algún sitio que Bach es un bosque de símbolos, para mí, sin embargo, fue un bosque de emociones, aunque sé que quizás no sea uno de los músicos más apegados a las pasiones humanas. Entonces Bach no reinventaba el mundo para mí como una consolación por la desdicha. No se trataba de eso. Era como poner un papel de celofán sobre la vida, matizar los colores, el daño, las desnudez, equilibrarlo todo. Escuchar a Bach, en mi coche, camino del trabajo, era estar en mi templo, en mi cuerpo, en mi vida, de forma plena, cuando la realidad era una cosa taimada y pobre.
Pero en realidad Bach llegó a mi vida a través de los libros, especialmente a través de la Pequeña crónica de Ana Magdalena Bach y luego de la música, el Pequeño libro de Ana Magdalena, que el cantor de Leipzig compuso para su segunda esposa. Y más adelante música y literatura. Las variaciones Goldberg de Glenn Gould y de Keith Jarrett, la novela El malogrado de Thomas Bernhard, y un extrañísimo Hush con Yo Yo Ma y Bobby MacFerrin. Las cantatas grabadas por Koopman y Las pasiones, el Oratorio de navidad, las Suites de Cello interpretadas por Pablo Casals o el estuche de Rostropovich y ese poema de Javier Moreno que envidié desde el primer momento.
Cosas así que uno nunca olvida. Fue mi primera toma de contacto con la música clásica. Mi propio camino, algo perdido, tal vez orientado por algunos amigos que me grababan cosas, que me entretenían también con otras rarezas como el Snowflakes are dancing de Debussy grabado por Isao Tomita, un juguete, que en las tardes de mucho frío me consolaba posándose como copos de una extraña luz sobre los libros de mi biblioteca.
Pero era ante todo mi camino, mi camino solitario, mis primeros pasos -y no sólo por la música- en ese bosque de símbolos que ahora empiezo tímidamente a desentrañar.
10 comentarios:
Querido primo, siempre es un placer leerte. Qué pena, que al no ser de la misma especie, los genes de las palabras se hayan quedado en la superficie, (con gran orgullo para mi)
Mil gracias por ser tan generoso y dejarnos ir en tu coche, compartiendo tus emociones.
glup!
Ramón Trecet llegó a decir de Bach que fue el primer bluesman.
Gracias Antoniqui por recordarme al gran Keith Jarret, genial pianista. No te extrañe que ponga algo en mi blog.
Un abrazo.
Gracias por tu comentario. Somos coincidentes en varias cosas, el diseño del blog,el amor por la poesía...mi pasillo que llega a tu salón y el gusto por la música.Un beso.
siempre da gusto escuchar o leer a los que saben más que uno. Así se aprende.
D.M.
Ah, Bach. Ciorán decía que sin Bach, Dios sería un personaje de segunda categoría. Y los escritores que nos lo metieron en el cuerpo, como hizo Fresán con las variaciones Goldberg.
Recuerdo cuando escuchábamos su Misa en sí menor en el porche de tu casa de la playa. Mientras a nuestro alrededor se derrumbaban muchas cosas. Ese mismo día escribí el primer poema de un nuevo libro de poemas del que te he leído algunas cosas, ese cuyo título tanto te gusta y aún no quiero revelar.
Desde entonces asocio esa misa a tu compañía silenciosa mientras lo escuchábamos; como asocio a Diego con sus Suites para cello porque me las regaló y Hautor queda asociado, claro está, al Erbarme dich, mein gott: por su poema y por la pasión con la que me habló, antes de leer yo el poema, de esa aria, y que me llevó a correr para hacerme con sus Juan y Mateo.
Cuando todo se derrumba, queda Bach.
Bach era uno de los "iluminados", como Vivaldi o Paganini
o, en otro orden de cosas, Newton
Un amigo decía que si el ser humano desapareciera y hubiera que envíar una sóla cosa al espacio en una nave errante él enviaría la Pasión según San Mateo, de Bach.
Yo estoy de acuerdo.
Y..., "bosque de símbolos", apasionante perderse y encontararse ahí.
Bach. Vosotros. Mi vida. Sentidos. Un claro en el bosque... Gracias.
Hablando de Bach, hoy he recibido un regalo muy especial: sus 6 suites de Cello. Ahora me acompañan mientras te escribo.
Esta semana he estado muy cinematográfico, he visto todo lo que tiene posibilidades en los Oscars. Aún así, quiero repetir con "El Lector". Ya lo negociaremos.
Gracias por estar ahí, aunque no hablemos. Siempre eres una tabla de salvación en momentos de vértigo.
Cuidate amigo
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