Ayer tuve una de esas conversaciones extrañas que a veces la vida propicia sin tener muy clara su intención. Aprovechando la tarde y como era especialmente calurosa bajamos al parque pero no fuimos al de siempre sino a uno algo más alejado, más pequeño, con unas acacias que dan sombra dispar pero que se mecen con el viento y acrecientan de esa manera la sensación de placer. Es un jardín pequeño con varias palmeras, una decena de moreras y algún olivo. Estaba en un banco del parque jugando con mi hijo a eso de hacer teatro con unos muñecos de Pepa Pig, Papá Pig y George.
La vi llegar desde lejos, era una vecina mayor, vestida de gris, como todas las mujeres de cierta edad en España, que abandonan el color para vestirse de negro. Me llamó la atención el hecho de que iba vestida con cuatro o cinco capas de ropa pese al calor. Detrás de una gafas de pasta oscuras se escondían unos ojos amables, se sentó a mi lado, sacó una bolsa con flores que había ido cortando por los jardines y me fue dando las más vistosas. No sé por qué esa tarde se puso a hablarme con una proximidad inusual, sacó su cartera y me enseñó las fotos de sus nietos, uno médico y otro militar, también la foto de su marido y la besó. Cómo lo echaba de menos, cuarenta y siete años juntos hasta que hace tres años se murió. Él, como uno de esos personajes de la mitología, como en Filemón y Baucis, le había dicho que no quería vivir si ella moría, que, me dijo, no tenía sentido seguir viviendo cuando el otro faltara. Yo pensé en Raymond Carver y en ese poema en el que piensa que es él, enfermo de cáncer, el que sobrevive a su esposa, Tess Galagher, porque lo contrario le parecía muy doloroso. A veces, me dijo, saco su foto y la pongo ahí donde tú estás, y le hablo como te hablo a ti ahora mismo.
La vi llegar desde lejos, era una vecina mayor, vestida de gris, como todas las mujeres de cierta edad en España, que abandonan el color para vestirse de negro. Me llamó la atención el hecho de que iba vestida con cuatro o cinco capas de ropa pese al calor. Detrás de una gafas de pasta oscuras se escondían unos ojos amables, se sentó a mi lado, sacó una bolsa con flores que había ido cortando por los jardines y me fue dando las más vistosas. No sé por qué esa tarde se puso a hablarme con una proximidad inusual, sacó su cartera y me enseñó las fotos de sus nietos, uno médico y otro militar, también la foto de su marido y la besó. Cómo lo echaba de menos, cuarenta y siete años juntos hasta que hace tres años se murió. Él, como uno de esos personajes de la mitología, como en Filemón y Baucis, le había dicho que no quería vivir si ella moría, que, me dijo, no tenía sentido seguir viviendo cuando el otro faltara. Yo pensé en Raymond Carver y en ese poema en el que piensa que es él, enfermo de cáncer, el que sobrevive a su esposa, Tess Galagher, porque lo contrario le parecía muy doloroso. A veces, me dijo, saco su foto y la pongo ahí donde tú estás, y le hablo como te hablo a ti ahora mismo.
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