Estoy escribiendo un poema sobre una sensación de desarraigo que viví hace unos años. Sobre la prevención intuitiva del desarraigo, en realidad. Al escribir estas líneas no sé si corro el riesgo de no escribirlo nunca o de iluminar un pequeño camino que me lleve a su umbral.
Cuando preparaba mi equipaje para viajar al extranjero siempre echaba un par de libros en castellano, libros que se ambientaban en el lugar al que iba, como las novelas de Jaritos y el barrio de la la Exarchia. Quizás, ahora que lo pienso, no tuve esa sensación en ningún momento ni en Atenas ni en Tesalonica, pero sí en Londres o en Dinamarca o en Finlandia. Pero invariablemente en mi bolsa iba el libro, en estos casos preferiblemente una novela o un libro de cuentos.
El cansancio de vivir en un mundo donde no entiendes la lengua me aturde aún ahora, me asustaba en realidad, verdadero pavor sentirme perdido en una realidad configurada en una lengua que desconozco. Así que esa era, entre otras, la razón de llevarme un libro que me acompañaba a todas partes y que en algún momento de agobio me adentraba en un jardín, jardínes hay en todas partes y en todos los jardines es frecuente ver a alguien leyendo, y sacaba el libro y por un rato volvía a poner los pies en el suelo y sentía que ese suelo es de nuevo tu hogar.
Comprendí que él lenguaje era mi casa o al revés, comprendí que mi casa es el lenguaje.
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