Encima de mi casa hay un piso donde forman a un grupo de jóvenes para no sé qué de inspectores de hacienda. Suelen estar en la puerta fumando cuando vuelvo del colegio con mi hijo. No puedo dejar de pensarlo mientras paso entre ellos, qué crío quiere ser inspector de hacienda, qué ser humano en su más tierna infancia dice ingenuamente que quiere ser inspector ante la pregunta de un familiar que intenta congraciarse con él.
Los niños antes querían ser futbolistas, aún creo que quieren serlo, si su club gana, porque la intolerancia ante la frustración es otro de sus problemas, astronautas, médicos, maestros, bomberos, veterinarios, Rosalías y hasta psicólogos.
Algo ha tenido que cambiar para que estos jóvenes, que fueron niños no hace tanto, sonrían en la puerta de un edificio mientras fuman y brillan con esa vocación, si es que puede considerarse una vocación, tan edificante como es ser inspector de lo que sea.
La burocracia ha crecido en este jardín y el espíritu de estos jóvenes la abona con la aspiración a un sueldo fijo y catorce pagas mensuales, gerentes de la calculadora haciéndole todo el día las números a los demás, porque eso hacen, como un charcutero -y esa sí que es una profesión hermosa, por ejemplo- que revisa la cuenta antes de darla por saldada.
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