lunes, 11 de abril de 2011

Quicios


Últimamente, y no sé por qué, me gusta leer apoyado en la repisa de las ventanas. De pie, con el cuerpo ladeado sobre el quicio, donde el mundo se abre y cierra con la facilidad de una persiana. En la primera casa en la que viví las ventanas tenían grandes persianas de madera con grandes bisagras y pernios de metal que la aseguraban al marco. Tal vez sea una reminiscencia de mi infancia. Tal vez sea porque hace unos días vi con mis alumnos El cartero y Pablo Neruda y en una escena a mitad de la película aparece Mario Ruopolo, el cartero enamorado, que lee en la ventana bajo la luz de la luna las metáforas de Neruda. Así que será por eso o será porque llevo mucho tiempo sentando que me he puesto a leer en las ventanas, de pie, con ese atril que tanto se parece al mundo. Hoy, por ejemplo, el cielo gris enmarca mi lectura, le presta su atmósfera a esta novela de Le Clezio, El atestado, que se me está haciendo un poco cuesta arriba. Veo las antenas y me acuerdo de Adam Zagajewski y de aquellos días en los que leí algunos de sus libros, o los tejados que me traen desde muy lejos una novela de Bohumil Hrabal, donde un escritor sierra las patas de una pequeña mesa para sentarse en la pendiente del tejado de su casa a escribir.

Pero también sueño y medito y me barrunto cosas de la vida y del porvenir en las ventanas, cosas sencillas, como cuando el cartero le dice al poeta chileno, intentando comprender qué es la metáfora, que el mundo tal vez sea la metáfora de otra cosa. La sencillez de aquellas palabras de mi amigo Ginés cuando me dijo un día, de paseo, que la amistad era como un par de alas, remedando a Cernuda. Apoyado en esta ventana en la que escribo ahora, creo más bien que la amistad es como este quicio, dos partes que pivotan sobre la misma necesidad y sobre el mismo placer.

jueves, 7 de abril de 2011

De sabores


Me gustan las cocinas porque me gustas tú. Me gustan los poemas que hablan de algo que pasa en la cocina porque sales tú.


De entre todas las cosas de la cocina me gustan tus manos cortando la lechuga, secando los tomates para la ensalada. Me gusta cuando sazonas la ensalada y me gustas tú.


Me gusta cuando me miras como si fuera un intruso en la cocina y luego te engatas con un bufido de sabor. Me gustan tus ojos de gata porque son esquivos a los nombres y a los adjetivos.



Me gusta mirarte desde el quicio de la puerta, porque me gustas tú y tu cocina y los platos que preparas. Me gusta cuando me dices que no te importa la sal, que no te importa la pimienta, las especias, las guindilla.


Me gusta el momento en el que dejo el mantel sobre la mesa, en que lo dejo caer al aire de la fiesta, del gusto, del sabor. Me gustan los platos en la mesa, el vino, cortar el pan.


Me gusta devorarte porque me gustas tú, porque me gusta el cielo sobre tu cuerpo blanco y el sabor de la salsa en ese cuerpo.


Me gusta, me gusta, me gustas tú.

lunes, 4 de abril de 2011

De poetas y aviadores

Hace unos tres años subí a la caja de tormentas este texto que Santiago Gamboa publicó en Babelia. No sé por qué, pero hoy me apatece leerlo de nuevo:



La historia que me dispongo a contar es algo triste y, la verdad, no sé por qué voy a contarla ahora y no, por decir algo, dentro de un mes o dentro de un año, o nunca. Supongo que lo hago por nostalgia de mi amigo el poeta portugués Ivo Machado, que es uno de los dos protagonistas, o tal vez porque acabo de comprar una pequeña avioneta de metal que ahora tengo en mi escritorio. Disculpen el tono personal. Esta historia será excesivamente personal.


El protagonista número Uno es, como ya dije, el poeta Ivo Machado, nacido en las islas Azores, pero lo que nos importa es que en su identidad civil, la de todos los días, es controlador aéreo, una de esas personas que están en las torres de control de los aeropuertos y guían a los aviones a través de las rutas del cielo.


La historia es la siguiente: cuando Ivo era un joven de 25 años (a mediados de los ochenta) controlaba vuelos en el aeropuerto de la isla de Santa María, la más grande del archipiélago de las Azores, en mitad del Atlántico, equidistante de Europa y América del Norte.


Una noche, al llegar a su trabajo, el jefe le dijo:


-Hoy dirigirás un solo avión.


Ivo se extrañó, pues lo normal era llevar una docena de aeronaves. Entonces el jefe le explicó:


-Es un caso especial, un piloto inglés que lleva un bombardero británico de la Segunda Guerra Mundial hacia Florida para un coleccionista de aviones que lo compró en una subasta en Londres. Hizo escala aquí y continuó hacia Canadá, pues tiene poca autonomía, pero lo sorprendió una tormenta, debió volar en zigzag y ahora le queda poca gasolina. No le alcanza para llegar a Canadá y tampoco para regresar. Caerá al mar.


Al decir esto le pasó los audífonos a Ivo.


-Debes tranquilizarlo, está muy nervioso. Dile que un destacamento de socorristas canadienses ya partió en lanchas y helicópteros hacia el lugar estimado de caída.


Ivo se puso los audífonos y empezó a hablar con el piloto, que en verdad estaba muy nervioso. Lo primero que éste quiso saber fue la temperatura del agua y si había tiburones, pero Ivo lo tranquilizó al respecto. No había. Luego empezaron a hablar en tono personal, algo infrecuente entre una torre de control y un aviador. El inglés le preguntó a Ivo qué hacía en la vida, le pidió que le hablara de sus gustos y de sus sentimientos. Ivo dijo que era poeta y el inglés pidió que recitara algo de memoria. Por suerte mi amigo recordaba algunos poemas de Walt Whitman y de Coleridge y de Emily Dickinson. Se los dijo y así pasaron un buen rato, comentando los sonetos de la vida y de la muerte y algunos pasajes de la Balada del viejo marinero, que Ivo recordaba, donde también un hombre batallaba contra la furia del mundo.


Pasó el tiempo y el aviador, ya más tranquilo, le pidió que recitara los suyos propios, y entonces Ivo, haciendo un esfuerzo, tradujo sus poemas al inglés para decírselos sólo a él, un piloto que luchaba en un viejo bombardero contra una violenta tempestad, en medio de la noche y sobre el océano, la imagen más nítida y aterradora de la soledad. "Noto una tristeza profunda, un cierto descreimiento", le dijo el aviador, y hablaron de la vida y de los sueños y de la fragilidad de las cosas, y por supuesto del futuro, que no será de la poesía, hasta que llegó el temido momento en que la aguja de la gasolina sobrepasó el rojo y el bombardero cayó al mar.


Cuando esto sucedió el jefe de la torre de control le dijo a Ivo que se marchara a su casa. Después de una experiencia tan dura no era bueno que dirigiera a otras aeronaves.


Al día siguiente mi amigo supo el desenlace. Los socorristas encontraron el avión intacto, flotando sobre el oleaje, pero el piloto había muerto. Al chocar contra el agua una parte de la cabina se desprendió y lo golpeó en la nuca. "Ese hombre murió tranquilo", me dice hoy Ivo, "y es por eso que sigo escribiendo poesía". Meses después la IATA investigó el accidente e Ivo debió escuchar, ante un jurado, la grabación de su charla con el piloto. Lo felicitaron. Fue la única vez en la historia de la aviación en que las frecuencias de una torre de control estuvieron saturadas de versos. El hecho causó buena impresión y poco después Ivo fue trasladado al aeropuerto de Porto.


"Aún sueño con su voz", me dice Ivo, y yo lo comprendo, y pienso que siempre se debería escribir de ese modo: como si todas nuestras palabras fueran para un piloto que lucha solo, en medio de la noche, contra una violenta tempestad. -