jueves, 26 de febrero de 2009

La comunidad de los despechados II

Fotograma de El mago de Oz

Me había sentado frente al ordenador para reescribir la entrada de La comunidad de los despechados. No podía sospechar entonces que en mitad de la escritura recibiría una llamada. Esa llamada lo iba a cambiar todo.

Parece ser que en un lugar recóndito de Argentina existe efectivamente esta comunidad de pobres almas que además profesan una deferencia especial por Borges. La llamada era de su presidente, un tal Abilio Despechado, oficinista en horario laborable y polemista en horas libres. Y me increpa así, de buenas a primeras, que terminara el cuento con una frase de Cortázar, quizás decía, a parte de desvelar el secreto de las reuniones de la comunidad, esa era la mayor provocación que podía hacerles.

-Cortázar -dijo- señor mío, Cortázar, solo es un remedo del gran Borges.

Yo no entendía bien el objeto de su llamada, porque en ningún momento el tal Abilio se definía, se concretaba. Hubiera necesitado saber qué era exactamente lo que le había molestado de mi texto y en concreto qué deseaba de mí, una vez que el daño, como él decía, estaba hecho.

-Termine con una frase de Borges al menos, sea usted elegante. Y dé por hecho -añadió- que está usted excluido de por vida de nuestra comunidad. Despéchese con otros. Está avisado.

Yo no recordaba haber echado ninguna instancia en tan extraño club, que por otro lado pensaba que era una creación de mi cabeza, pero el tono era de amenaza y vi bien recular un poquito, darle cierta razón y credibilidad a sus palabras.

-So boludo -dijo, lo que me hizo dudar de su origen ciertamente argentino- , sea feliz, queme las cosas que le queden de su pasado, viva hacia delante. Viva hacia delante -gritó mientras su voz se perdía en una nube de ruido trasatlántica.

Yo no entendía nada, entre otras cosas porque nunca pertenecería a un club de despechados, tal vez, de despechables, pero ese es otro tema. Me quedé un rato en silencio. Cerré la ventana de mi blog y descarté reescribir la entrada, por otro lado, ya había una infinidad de ideas allí, de correcciones, de sugerencias, que andaban solas, que habían empezado a distanciarse, a cobrar vida, me barrunté, como en un jardín de senderos que se bifurcan.

domingo, 22 de febrero de 2009

La comunidad de los despechados

Foto de Francesca Woodman

Lola cambió la cerradura de la puerta. Pedro canceló la subscripción a la revista Mía. Carmen se compró otro teléfono. Juan se cortó el pelo. Marcelo se bañó en pelotas en Calblanque. Silvia decidió no escuchar nunca más esa canción de moda. Eugenio dejó la ropa que ella le había regalado en un armario sin fondo. Jose rayó todo sus discos. Carlos puso un anuncio en Meetic. Yo me dejé llevar... Distintas respuestas para una misma situación. En mi casa los platos se amontonaron en el fregadero, la ropa en el cesto, la suciedad en las esquinas del pasillo. Y sin embargo, algo había cambiado. Todos lo sabíamos. Al principio nadie dijo nada, pero todos lo sabíamos.

Llegó la hora de dormir y nadie dormía, dos tes, un café, y aquellos ruidos, que hacían nuestros cuerpos al pasar por las estancias próximas al otro lado, nuestros quejidos, nuestra forma de decir esto ha sucedido, aquí ya no esperéis nada, marchaos, la mala sombra está aquí, entre nosotros. Tres días, dijo alguien, tres días y aún no ha pasado nada. Pero pasará, sentenció Lola, pasará.

Ya era tarde, así que se puso punto final a la primera reunión de la comunidad de los despechados. Y seguimos cada uno por nuestro camino, solos, muy solos. Yo me quedé el último, tal vez, porque era mi casa. Al cerrar la puerta con llave por fuera, algo extraño recorrió mis pensamientos. Y la tiré por la alcantarilla. No fuese, pensé, que algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

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NOTA

Esta entrada irá sufriendo variaciones en los próximos días. En realidad ya está sucediendo. A veces son pequeñas matizaciones, otras cambios radicales en el argumento. Pido tu complicidad, también tu paciencia. Ah, se aceptan sugerencias.

martes, 17 de febrero de 2009

Bach


Mientras que una parte de mi vida se iba al traste, otra emergía con gran fuerza, aunque entonces no lo supiera. Hace dos años me encontré con Bach y conmigo mismo, y desde entonces he intentado escribir sobre esta coincidencia sin mucha fortuna.

De saber, me digo, en alguna ocasión, me gustaría contarlo como hace Félix Grande al final de su novela La balada del abuelo Palancas, que en su cama en Tomelloso, dice, prácticamente difunto, recibe la visita de un músico extranjero que ha venido a tocar el piano para él. Un músico anacrónico que toca y que por un momento inunda la ciudad abierta de par en par.

Fue mi asidero. Recuerdo las primeras sonatas que escuché en una grabación del Bach Collegium Japan, dirigidas por Masaaki Suzuki. Me resultaba emocionante comprobar cómo mientras cruzaba Corvera la música de Bach llegaba hasta mí, en ese viaje que a veces orienta la curiosidad. Una y otra vez sonaba el mismo cd, que había comprado con el diario El País. He leído en algún sitio que Bach es un bosque de símbolos, para mí, sin embargo, fue un bosque de emociones, aunque sé que quizás no sea uno de los músicos más apegados a las pasiones humanas. Entonces Bach no reinventaba el mundo para mí como una consolación por la desdicha. No se trataba de eso. Era como poner un papel de celofán sobre la vida, matizar los colores, el daño, las desnudez, equilibrarlo todo. Escuchar a Bach, en mi coche, camino del trabajo, era estar en mi templo, en mi cuerpo, en mi vida, de forma plena, cuando la realidad era una cosa taimada y pobre.

Pero en realidad Bach llegó a mi vida a través de los libros, especialmente a través de la Pequeña crónica de Ana Magdalena Bach y luego de la música, el Pequeño libro de Ana Magdalena, que el cantor de Leipzig compuso para su segunda esposa. Y más adelante música y literatura. Las variaciones Goldberg de Glenn Gould y de Keith Jarrett, la novela El malogrado de Thomas Bernhard, y un extrañísimo Hush con Yo Yo Ma y Bobby MacFerrin. Las cantatas grabadas por Koopman y Las pasiones, el Oratorio de navidad, las Suites de Cello interpretadas por Pablo Casals o el estuche de Rostropovich y ese poema de Javier Moreno que envidié desde el primer momento.

Cosas así que uno nunca olvida. Fue mi primera toma de contacto con la música clásica. Mi propio camino, algo perdido, tal vez orientado por algunos amigos que me grababan cosas, que me entretenían también con otras rarezas como el Snowflakes are dancing de Debussy grabado por Isao Tomita, un juguete, que en las tardes de mucho frío me consolaba posándose como copos de una extraña luz sobre los libros de mi biblioteca.

Pero era ante todo mi camino, mi camino solitario, mis primeros pasos -y no sólo por la música- en ese bosque de símbolos que ahora empiezo tímidamente a desentrañar.

sábado, 14 de febrero de 2009

El amor ciego


Una vez le ofreció a una chica cien pesetas para que le enseñara las bragas. En el barrio se propagó el escándalo. Y hubo un juicio sumario contra aquel niño que a partir de entonces decidió andar por el mundo con los ojos cerrados, de par en par. Las noches y los días se iban sucediendo sin que sus pupilas se dilataran o se contrajeran con la luz del sol. A los dieciocho años, en contra de los pronósticos del doctor Ceferino que aseguraba que los ardores de la juventud lo sanarían, decidió que el amor también sería ciego, que aquel cuerpo se individualizaría a través del tacto, a través de sus manos y de su boca, también de sus palabras. Y no tuvo miedo cuando fue a tocarla y la besó y supo cómo sonaba el almidón de su falda plisada al caer desprendido al suelo.

En sus ratos de ocio tenía la costumbre de jugar a las analogías. Tocaba una manzana e imaginaba, por ejemplo, infinidad de posibilidades: bola de billar, pomo de puerta, canto rodado... Fue de esta manera como descubrió que el amor se parecía a una cinta de seda vaporosa.

Escuchaba por un módico precio lo que la gente quería contarle. Como no veía las caras discernía la sinceridad a través de las tonalidades. Supo que la mentira adoptaba el llanto y una reiteración cansina para propagarse, que era capaz de prender una hoguera, si fuese necesario, para cegar el entendimiento con su fulgor. Y desde entonces odió la mentira.

Al final de sus días decidió abrir los ojos una última vez. Parpadeó. Y murió con una leve sonrisa de satisfacción esbozada en sus labios. Su familia se puso detrás, precavida, delante la luz de un balcón que miraba a poniente y una cuerda de tender con ropa interior colgada.

martes, 10 de febrero de 2009

Mesa de novedades

Imagen de Mar Arza

Hoy es martes, de nuevo guardia de biblioteca. Acabo de dejar el cómic de Batman Largo Halloween en la mesa de la bibliotecaria. Reviso el mostrador de novedades, como la vida misma es caótico y asombroso. Hoy no podría escribir de una sola cosa y sé que de esta manera me saldrá una entrada dispersa para la que tendré que encontrar un hilo, un hilván que le de sentido a todo y del que sería fácil tirar y deshacer el misterio. Y pienso, por qué no exponer las cosas como en esta mesa de novedades, de forma yuxtapuesta, una tras otra sin más vínculo entre ellas.

UNO: la otra noche mientras te miraba de soslayo me llamaron la atención tus ojos atentos, pendientes de la pantalla y el pespunte de luz en tu boca, algo que hilaba tu belleza a aquella ingenuidad de los años de infancia, a esa niña con uniforme de colegio de paga que mira con asombro el mundo.

DOS: ¿Qué ha sucedido con Alberto? ¿En qué momento dejé abierta la reja? ¿Estás seguro de que detrás de esta amistad no se esconde un persistente vendedor de enciclopedias, o aún peor, un predicador del fin del mundo? Se me hizo raro el domingo no verlo, después de tantos días juntos. Aún no soltaré los perros, déjalo campar por tus aledaños, ya habrá tiempo de montar la escopeta.

TRES: Antonio. Ayer jugábamos al fútbol. Colores diferentes. De pronto el partido iba por su lado. Estábamos en el centro del campo desentendidos del balón, dale que te pego, venga a hablar, es que llevábamos casi dos semanas sin vernos, una eternidad. De pronto cayó el balón en mis pies y claro tuve que meter un gol, pero él sabe que no hay nada personal en ello, que sólo lo hice por disimular.

CUATRO: Ayer volvía a trabajar en moto, el aire en mi cara y esa canción de Luna Pop, Vespa, sonando por los salones perdidos de mi memoria. Y me entraron ganas de ir más allá, siempre más allá.

CINCO: Como un colegial me pregunto, qué me pongo. Al final he decido que las premuras de la mañana tomen la decisión.

SEIS: No leo, dios mío, no leo, así que anoche subí a mi biblioteca y repasé los libros hasta que lo encontré, allí estaba, lo sabía, junto al Tristram Sandy que me compré este verano , traducción de Javier Marías, y que pronto abordaré, allí estaba, Soñar y contar. Seguro que me salvas, Hanif Kureishi, mi oído en tu corazón.

martes, 3 de febrero de 2009

A veces con solo mirarla

Foto de Richard Avedon

A veces me pregunto cómo empiezan las historias, dónde, en qué momento. A veces esta idea me atosiga, no en exceso, pero sí con esa constancia de las cosas que te acompañan durante toda una tarde con su peso liviano, un libro que no sabes dónde poner, las bolsas de una compra, el papel que no te atreves a tirar de ninguna manera a la calle.

A veces hay momentos en los que pienso, ¿y si no me doy cuenta? , ¿y si esa persona está ahí y pasa desapercibida?, ¿y si no sé interpretar sus gestos, sus palabras?

Es como en un poema de Eloy Sánchez Rosillo. Un muchacho mira desde la ventana de su habitación a una chica que pasea por la calle. Está indeciso, la observa. Ella pasa como en otra vida, como si la calle por la que transita no hubiera sido la misma calle por la que acabas de pasar tú, tal vez de vuelta de clase. E imaginas lo que podría suceder, lo que podría ocurrir entre vosotros si le dijeras algo, si tal vez chistaras o bajaras a la calle y te hicieras el encontradizo. Pero no haces nada y la chica se va y de pronto la noche cae con sus pesada carga.

A veces me pregunto cómo empiezan las cosas, dónde, en qué momento. Y sólo obtengo como respuesta el color de tus ojos y la extraña forma que tienes de decirme a todo que sí.