lunes, 19 de diciembre de 2011

La dura vida cultural


La otra noche coincidimos en la lectura de Alberto Chessa y la chelista Tereza Simoni. Ut música poesis, se llamaba la cosa. Todo esto estaba pasando en La Azotea, que es una asociación artística y cultural de Murcia a ras del suelo en una esquina de la Plaza de San Juan. Allí estábamos en la puerta, antes de que empezara el acto. Había que pagar, lo que me sorprendió, pero para qué engañarnos, me gustó a partes iguales. Estábamos pagando por un acto cultural y nadie protestaba, así que cuando me senté en aquella silla negra de ikea, noté que todo aquello era algo más mío que cuando entré y es que el sentido de posesión me puede. Pero estábamos en la puerta y Héctor, Héctor Castilla, citó el libro de Borja Aguiló y Ben Clark, Tengo una cita con la muerte, (Editorial Linteo poesía), vamos, que no es suyo -a vueltas con la propiedad- sino que han hecho una selección de poemas escritos por poetas soldados británicos de la Primera Guerra Mundial, que en realidad es una selección de la selección inglesa hecha por Giran Gardner bajo el título Up the Line to Death, como dicen en el prólogo. Guerra y poesía y no puedo evitarlo. Ahora es domingo por la tarde y me acabo de levantar del sofá donde me he puesto a llorar con el último episodio de la primera temporada de Treme, pura poesía en estado de guerra. Ayer, una semana después del acto, salgo a pasearme con Alberto, con el otro, con el Patxeco, y se lo cuento todo, entre otras cosas porque vamos juntos a Diego Marín a recoger el libro de los poetas británicos y pasamos por el video club café Ficciones, otros en pie de guerra y de vintage, así que nos quedamos un rato husmeando entre la ropa retro del fondo de la sala. Y también le cuento que el martes podríamos vernos de nuevo, que voy a la cafetería Ítaca, donde de pronto ha surgido otra vez la poesía. Sí, el martes a las 21 horas, le respondo. Y así vuelvo atrás, vuelvo de nuevo a la noche de Alberto Chessa y Tereza Simoni, y el campeonato de futbolín en El ladrillo y las copas en casa de Benjamín y El Chulo Bohemio y todo lo demás mientras decido que voy a seguir leyendo la biografía que Ian Gibson hizo de Antonio Machado, el capítulo que relata la llegada de Machado a Madrid desde Soria para ocupar una de las plazas de los nuevos institutos que pone en marcha con urgencia la República. Y pienso en las páginas anteriores, en el capítulo de los amores de Antonio Machado y Pilar de Valderrama y no sé, no sé, y no puedo dejar de hacer causa común con Machado, que dijo aquello de que a las historias de amor le sienta bien su poquito de exageración y no termino de verlo, y siento cierta animadversión por la autora de Sí, yo fui Guiomar, y que precavida borró con ácido las alusiones más comprometidas que el sevillano le hizo en sus cartas. Comenta Ian Gibson, como el tiempo, irónico en esta ocasión, hizo reaparecer algunos de esos pasajes con una extraña tintura roja. Y veo también a Machado en esas fotos ya tan lejos, en pie de guerra y de exilio también reapareciendo para quedarse siempre como una marea roja en nuestra conciencia.

sábado, 3 de diciembre de 2011

Otro cuento de navidad

En el Museo Leopold de Viena este verano.

El año pasado le cogí prestada a mi hermano su hija. La hice un poco mayor, la traje a vivir a mi casa, fingimos que éramos padre e hija, que estábamos solos en el mundo. Entonces me dijo que le contara un cuento de navidad y lo hice y nos sentamos a escucharlo y de pronto el cuento tomó forma. Era algo especial entre nosotros, no sé si me entiendes, algo especial, un rollo padre hija que no todo el mundo podría experimentar.

Así que ahora me siento otra vez a escribir, estoy tecleando en el ordenador y pienso qué cuento de navidad podría contar en esta ocasión. Es tarde y hace frío y me siento entumecido. Tendría que estar haciendo cien mil cosas antes que escribir este cuento pero ya no puedo parar. No sé si volveré a escribir, pienso, no sé qué será de mí mañana, mucho menos dentro de un año. Pero no soy un nihilista, pienso, están ellos y entre ellos también estás tú y yo y eso me conforta, aunque ahora note que el frío me gana por los pies. Escribir un cuento de navidad es algo importante, pienso, porque es como celebrar un año nuevo, especialmente para mí que no soy creyente y que las navidades son otra cosa, que sí, que es cierto que canto villancicos y pongo un belén, pero eso también es por ti, porque ya te he dicho que no lo soy, que no soy nihilista. Es como esos poemas japoneses a la muerte, un cuento de navidad parece que tiene que decirnos que pese al frío y pese a las miserias de la vida, pese a la ausencia de editores y a la falta de dinero, pese al dolor y a las privaciones, ha merecido la pena, merece la pena vivir.

Así que hablo de un hombre tranquilo que regresa del trabajo el día de nochebuena, es algo sencillo, con las aspiraciones justas, abre su puerta y entonces lo recuerda, cuando salió de casa estaba solo, sólo en el mundo, pero algo ha sucedido porque oye ruidos en el salón y ella se acerca y lo besa con familiaridad, le ayuda a quitarse la chaqueta y le pregunta por cómo le ha ido el día. No puede entenderlo pero al rato se da cuenta de que no tiene sentido entenderlo todo, de que simplemente es así y sonríe cuando avanza hasta el dormitorio y deja sobre la cama envuelto el regalo que ha comprado para ella.

Entonces pienso en ti y pienso en que te gustaría que este año el cuento de navidad hablara de nosotros, que no tengo que irme a otra casa a robar a ninguna niña, que estás tú. Y yo te miro a los ojos. He abierto la puerta y estabas en casa. Me miras, tus ojos son mi navidad y acepto el regalo.

viernes, 2 de diciembre de 2011

Los que siguen este blog ya conocen esta foto. Estamos en la puerta Falsa, hace más o menos catorce años. Ginés Sánchez, Raúl González, Fina Tafalla, yo y Javier Murcia.

Mi amigo Ginés acaba de iniciarse en su blog coleccionista de tardes perdidas. Entre fotos de sus hijos Samuel y Selene, cuados que retratan a su mujer Olaya también me ha puesto a mí, bueno, a Ives de la Roca.

Gracias Ginés.

"UN VIAJE A VALENCIA. YVES DE LA ROCA, POETA FRANCÉS
PARA MI AMIGO ANTONIO AGUILAR.

Yves de la Roca nunca existió. Antonio Aguilar ganó el premio de poesía Antonio Oliver, que se convoca cada año en Cartagena, con su libro “El otoño encarnado de Yves de la Roca”
El jurado creyó que el autor, Antonio, era Yves de la Roca, un poeta francés de edad avanzada que escribía ese libro con la memoria agujereada de los que están de vuelta; una memoria aterciopelada, marina, a veces canalla, a veces no, como escrita a destiempo, junto al mar, lejos.
Cuando se presentó él a recoger el premio, fue curiosa la extrañeza del jurado, como curiosa era la edad de Antonio, joven, veinteañero, usurpador de sueños y de vidas, autor, amigo, tan cercano y tan alto.
Fue por eso que inventamos esa vida. Él en sus poemas primero; y después los amigos. Cuando presentamos el libro, en la Puerta Falsa, era como si Yves fuese real.
Yo hablé del viejo poeta sentado junto a Antonio. Escribí lo siguiente:
Conocí a Yves de la Roca en Valencia, en 1995, en casa de una amiga, Marga, que acababa de cumplir los sesenta y cuyo cumpleaños nos unió casualmente a un grupo de amigos, Antonio, Luis y yo, que pasábamos unos días en esa ciudad.
Yo conocía la existencia del poeta, por el que sentimos desde el primer momento una extraña curiosidad. Como he dicho, Margarita acababa de cumplir sesenta años. Su mirada estaba casi dañada por el paso de esos años (alguien, en su adolescencia, había dibujado en sus ojos el azul del mar; un pintor de provincias que pasó por su vida y la dejó distinta, trastornada para siempre)
Así la conoció Yves de la Roca algunos años después y en el París de los años cincuenta, a finales tal vez, mientras ella terminaba sus estudios en la Universidad de la Sorbona. Ella siempre nos habló de él como desde la lejanía, como si él hubiese existido hace ya muchos años; pero, he aquí lo sorprendente, aún vivía y, sí, tendríamos la oportunidad de poder conocerlo. Al día siguiente llegaría desde el sur de Francia.
Cuando amaneció, o antes, los tres estábamos con Margarita en el centro. Nos invitó a café y a la ciudad, de donde se enorgullecía de ser. Hicimos unas compras y ya al medio día comimos en su casa, después de andar durante toda la mañana.
Y aún tuvimos tiempo de ver una exposición de su amigo Raimundo, y de tomarnos unas cervezas.
Fue al atardecer cuando compartimos la dicha de conocer al viejo poeta francés (aparentaba menos años de los que, sin duda, tenía) y a ella le gustaba llamarlo así, viejo poeta, por alguna razón que no sabemos, aunque la palabra “viejo” en sus labios y dirigido a él significa al mismo tiempo “joven”; un joven que ha vivido mucho tal vez, un joven lleno de encanto, que aún le regalaba poemas desde la lejanía, le acariciaba en cada encuentro sus pechos casi rotos y levísimos.
Yves tenía los ojos muy verdes y una mirada lejana, pero cálida a la vez, como la templanza del mar a esas horas últimas del atardecer.
Nos leyó poemas, bebimos, nos regaló a cada uno de nosotros una pequeña figura de barro que él mismo había hecho (eran cuerpos que ardían, torsos bellísimos que se resquebrajaban convirtiéndose en ceniza)
Antonio quiso saber más de él y quedaron para cenar. Quedamos todos después, sobre las doce, en una plaza llena de pequeños restaurantes y viejos cafés, y jugamos al billar, bebimos, caminamos por la ciudad, sin rumbo.
Yves se perdió ya con el alba y con Marga, dejándonos su dirección de Francia, y dejándonos un montón de poemas, un cuerpo de barro que ardía, la letra de una canción que hablaba de nosotros, musicada por él; y una sensación de vacío, de soledad, algo muy parecido a la tristeza.
Pero Yves De la Roca era Antonio Aguilar, y nos arrastró a todos en aquella inocente mentira literaria, como hizo Fernando Pessoa. Se desdobló ocultándose bajo otro nombre, se disfrazó, nos disfrazó a todos. Nos divertimos, reímos, e incluso lloramos con aquellos versos, la nostalgia, la tristeza de aquel poeta ya mayor que había vivido.
Han pasado los años, y Antonio Aguilar no es ya tan joven, ni nosotros. La dignidad de los años nos ha cambiado, no se si para bien, somos distintos; y hay versos de aquel libro que van haciéndose verdad en nuestras vidas."


Aquí os dejo el enlace para los que queráis ver la entrada en su estado natural.