lunes, 21 de marzo de 2016

Frankenstein


Para que sea Navidad has puesto el Oratorio.
En la cocina o en salón tal vez,
Tu hijo repite ensimismado las palabras
Que aprende de los labios de su madre,
Ensimismado, aun cuando el lenguaje
Es un límite que se toca con los otros,
Tal vez por eso ella lo dota de sentido
Y musicalidad, para que entienda
La ternura en sus actos, y también el horror
Que está en el límite de sus palabras.

 Ahora oyes su risa entre el fraseo
de Johann Sebastian Bach, escuchas,
Prestas oído a lo que oyes
Una emoción no exenta de sentido religioso,
Pero que habla del hombre, del exilio,
De la huida, del miedo, del derecho
Y de la dignidad.

 Hay luces de colores que parpadean en el árbol.
La atmósfera que envuelve la lección
es cálida y amable.
Noventa años después de que el maestro
De Eisenach, muerto en Leipzig, compusiera
Esta música, al otro lado del salón,
En la verdad austera de un cuarto frío,
Alguien está escuchándola, y no eres tú,
Es la criatura la que sigue atentamente
La clase, la que con esmero intenta
Entender las palabras y también su cadencia.

De ella dependerá nuestro perdón.

Inédito del libro Poemas con mi hijo.

sábado, 5 de marzo de 2016

Adentrarse

Estuve dos años leyendo Cartas de cumpleaños de Ted Hughes, viajé con la joven pareja por Europa, América o España, por la cordura y por la desesperación, durante dos años, leí pausadamente esos fragmentos de biografía, aceptando la complicidad de entender que en realidad se trataba de un texto literario que se rebelaba a esa condición, dos años reconociéndome unas veces en la voz de Ted Hughes, otras en las acciones de Sylvia Plath, joven, poderosa, frágil. Ahora  he leído Una pena en obsevación de C.S. Lewis, otra manera de adentrarse en el dolor. No había visto la relación tan obvia entre los dos libros hasta el momento de ponerme a escribir. Qué diferencias también entre uno y otro, el análisis a fin de cuentas del hecho relativamente parecido de la pérdida y de la asunción de ésta, y qué diferente la forma de hacerlo. En C.S. Lewis la frialdad inicial, el bloqueo emocional aparente del escritor se va volviendo poco a poco en una extraña comprensión que es la del convencimiento de la razón. Aún no asumiendo los presupuestos religiosos del autor, termina uno emocionándose, poniéndose en su piel y entendiéndolo a través de la observación y el análisis. En el libro de Ted Hughes sucede algo similar pero los caminos son totalmente diferentes o al menos eso me parece a mí.

Dos años leyendo Cartas de cumpleaños, uno de esos libros que necesita su tiempo, ir devanando poco a poco el hilo para deshacer el sudario con el que la edad ligera nos envuelve. Dos años de aventura, de complicidad, de perplejidad también para veinticinco años de escritura. Ahora cuando lo veo en la estantería, en la hermosa edición de Lumen, noto la reciprocidad, como si durante dos años alguien hubiera igualmente estado leyendo en mi interior.

Y ahora, casi dos años después de que Nuria me lo hubiera regalado, le toca el turno a la poesía completa de la poeta de Amherst, de la que había leído una selección publicada en visor y la hermosa y breve antología, creo, que de Nórdica o el libro de Poemas a la muerte que le regalé a Diego. Y sé  con una extraña clarividencia que Emily Dickinson y yo andaremos un tiempo juntos.