sábado, 26 de septiembre de 2009

En el camino

Foto de Weegee (Arthur H. Fellig)



Nunca pensé que en una vida se pudiera
vivir dos veces.


miércoles, 23 de septiembre de 2009

Tres días de septiembre


De pronto, camino de casa, descubro que Tres días de septiembre me parece un buen título para un relato. Sé más o menos qué quiero contar. Me han entrado unas ganas locas de hacerlo. Acabo de terminar un cuento, La angustia del joven pintor danés Wilhelm Hammershoi, y parece que con su escritura he desatado algo. Y pienso, por qué no seguir. En realidad no es un pensamiento, es un deseo. Y los deseos tienen una parte irrefrenable y también otra voluble. Así que no sé cuál de las dos ganará.

Voy conduciendo y pienso, Tres días de septiembre, y me parece un título interesante. Tres días de septiembre en los que cambia la vida de alguien. Podría empezar in media res. A duras penas se levanta del suelo. Está aturdido. Primero se apoya en la puerta de los aseos del aeropuerto, luego se encamina hasta los lavabos. Se moja la cara. Echa en falta el dinero y su maletín. Se lo han robado. Está algo inquieto. Sale. Se extraña de que ella no esté allí, su mujer, que tal vez piensa, se cansara de esperar, se preocupara, que llamara a la policía, pero le parece extraño. Le falla la estabilidad y trastabilla. Está a punto de caerse. Pero se apoya en una mujer. Enseguida se hace cargo de la situación. Lo sienta. Le habla. Lo atiende.

Estoy llegando a mi casa pero me demoro voluntariamente en el semáforo. Quiero terminar de esbozar el cuento. Pienso que podrían durante las horas siguientes buscar a su mujer, él intenta recordar algo, cosas concretas de las horas previas al incidente, pero no lo consigue. Pasan la noche juntos en un hotel del aeropuerto. Se besan. Terminan en la cama. Follan. A la mañana siguiente vuelven a seguir con las pesquisas. Reciben la llamada del inspector de policía.

Es sólo cuando estoy aparcando que se me ocurre el desenlace. Discuten. Tal vez por los remordimientos. No termina de perdonarse que hayan pasado la noche juntos. No puede dejar de mirarla a hurtadillas mientras se aleja por el pasillo del aeropuerto. Es frío. Es de cristal. Tiene anuncios. En la comisaría se encuentra con la incómoda sensación de que la gente lo mira de una forma extraña. Revisa su atuendo. Todo está bien. Tal vez la expresión, tal vez sólo sea que se apiadan de él, que sienten conmiseración por este hombre que no encuentra a su esposa secuestrada, desaparecida.

El inspector no sabe cómo decírselo, porque tampoco termina de entenderlo. Su mujer está muerta. Murió en un accidente aéreo. Hace seis años.

Se derrumba. Se pone a llorar. No sabe lo que pasa.

Y cuando cierro el coche caigo en la cuenta de que aún me queda un día. No sé, a estas alturas no podría llamar al relato Dos días de septiembre, demasiado tarde, así que pienso en algo, no sé, algo que cerrará el cuento. Tal vez, pienso, él recibe una llamada, tal vez ella ha vuelto a buscarlo porque se intercambiaron en la habitación del hotel las llaves, los teléfonos, quién sabe. Pero tengo claro que si hay un tercer día también habrá una esperanza. Que él lo recuerda todo. Que pese a ello la llama, que quiere estar con ella otro día, un tercer día de septiembre, aunque sea tan sólo para satisfacer a un narrador lejano, alguien que muy lejos de allí introduce la llave en la puerta de su casa, que sube las escaleras, que enciende el ordenador, que se pone a escribir.

jueves, 17 de septiembre de 2009

100 entradas en la caja de tormentas

Foto de Jan Saudek

Cien entradas, dos años y medio de mi pequeña caja de tormentas. Y sigue.

¿Y por qué un poema de Inmaculada Mengíbar para celebrarlo? ¿Y por qué no? me pregunta, con esa desazón del que espera una respuesta urgente a una cuestión de importancia. Es un juego, los dos lo sabemos, porque no hay nada apremiante en esta cuestión, sólo curiosidad por ver cómo me explico.

El azar, le digo, ha sido cuestión de azar y de suerte. Le cuento entonces cómo entré en la librería para buscar un libro que le quería regalar a una muchacha de ojos verdes y cuerpo cimbreante como un junco. Había pensado en un libro de Anne Carson que yo había leído con placer años atrás y que luego se había vuelto una metáfora de mi vida. Me movía por los anaqueles con gusto pero también con esa inquietud que siempre tengo en las librerías demasiado grandes, es una sensación engañosa, como si creyera que me puedo perder en algún libro y no regresar jamás a casa. Seguí la hilera de libros de la sección de poesía, mi camino de baldosas amarillas, y de pronto me encontré con Usted de Almudena Guzmán y me dije que qué suerte tenía, que justo habíamos estado hablando esa mañana de ese libro, de ese libro agotado. Y lo tomé como mío, como un tesoro que envolvería en papel de regalo para aquella mujer. Y más por inercia que por buscar algo concreto continué con la vista en los títulos y allí estaba Los días laborables de Inmaculada Mengíbar, y con él el recuerdo de unos días pasados en los que los libros te acercaban a las personas, que eran hilos invisibles entre nosotros, entre Ginés Sánchez y Pepa Murcia, entre Raúl González y, por otro lado, todos aquellos poetas de la nueva sentimentalidad y sobre todo aquellas poetas también de la nueva sentimentalidad que luego terminaron en las Diosas blancas y después en Ellas tienen la palabra, los dos libros de la editorial Hiperión que con su premio dio alas a la poesía.

Y así nos quedamos los dos, ella con su pregunta y yo con mi respuesta. Los dos con cierta satisfacción y sin embargo noto que le pasa algo, que aún quiere decir algo más, que no le ha parecido bien que terminara esta entrada con esa frase de la editorial que a mí, por otro lado, me parecía concluyente. Suéltalo, le digo, venga, sé que al final lo vas a decir, y me pregunta, y la chica, qué pasó con la chica, tal vez te llamó, volvisteis a veros, se acordará de ti. Y yo le sonrío, le digo que quiere saber demasiado, que quién sabe, que cien entradas merecen una celebración por sí solas, que dos años y medio son mucho tiempo. Y también se contagia de la risa, porque ya sabe que no voy a decir nada, que para bien o para mal esa pregunta se queda sin respuesta.

martes, 15 de septiembre de 2009

Canción de invierno





De pronto quieres que haga frío,
que la noche te abrace
y que llegue el invierno.

Los dedos de la escarcha,
poco más, quieres,
olor a leña
y un cuento triste.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Otra canción de cuna


Hace un año escribí varios poemas, todos bajo la misma anécdota, el mismo hecho que entonces llenaba todas las paredes de mi casa e incluso las que no eran de mi casa. Uno de esos poemas se titula Canción de cuna y me daría pudor publicarlo ahora, porque nunca sabré lo iluminado que estuve al escribirlo, en ese poema se habla de una persona, de ciertas cosas que pasaron, de la verdad y también, por qué no, de las mentiras.

Siempre que comienza el curso acudo a mi trabajo con una libreta. Siempre tengo alguna que compré en días felices en los felices comercios de los chinos. Recuerdo el año que me presenté en las oposiciones, como tribunal, tal vez por eso me permití ese gesto frívolo, con mi libreta de Lili&Lala, dos simpáticos muñequitos, que ya quisiera el Jordi Labanda. En estas libretas hay restos de vida, como las migajas que quedan sobre un mantel, páginas escritas a vuelapluma -perdóname el arcaísmo-, notas, fragmentos de poemas, ideas para cuentos que jamás se escriben porque soy casi a partes iguales perezoso y olvidadizo. Claro que estas libretas no se parecen en nada a las de José Óscar, que son verdaderos objetos de envidia, con sus dibujos y esa caligrafía nerviosa y viva que inunda cada página, el signo indescifrable de su creación. Las mías son más modestas, sobre todo, porque me aburro de ellas al tiempo o porque si son hermosas, como mi reciente moleskine, me da vergüenza escribir, cierto pudor emborronarlas con qués, paraqués y cosas así.

Hoy me he sentado a escuchar al ponente de un curso sobre alumnos disrruptivos, y claro, como tiendo siempre a empatar con la gente, me ha dado por hacer ruiditos con el boli y a pasar las hojas para atrás de mi libreta. Entonces me he encontrado con este poema, que en realidad es otro poema, otra Canción de cuna de hace muchos años, casi cuatro años atrás. Y eso es lo que quería contar hoy, simplemente, dejarte aquí este poema que nunca pasó a formar parte de ninguno de mis proyectos y que tiene el brillo de esas cosas que creíamos olvidadas y que de pronto aparecen al azar, sin un porqué.

CANCIÓN DE CUNA

De pura vida,
de pura luz, así eres,

como una fiera silenciosa
que despereza la mañana.

Manos pequeñas, cuerpo espurio y bello,
que calienta con el fulgor de un rayo.

Abres los ojos y se cierra el mundo,
de un zarpazo tú lo haces
polvo,

humo,
nada.