lunes, 31 de enero de 2011

Antonios


Antonio se llama mi amigo Sánchez-Carrasco y también Antonio se llama mi amigo Lorente. Hoy en un curso sobre expresión y comprensión oral, que estamos realizando en el centro donde eventualmente trabajo, me ha preguntado Fuensanta Muñoz Clares que por qué me llamaba Antonio. Antes le había preguntado a Loli que por qué se llamaba Loli, que si podía contar la historia de su nombre. Su abuela, dijo, su abuela se llamaba Loli. Mi abuelo se llamaba Antonio, he pensado yo inmediatamente.

De pronto he pensado que mi nombre era algo más que un nombre, y al contar su historia, la historia de mi nombre propio me he dado cuenta de que no siempre había sido así, de que había sido también mi nombre ajeno, el nombre de otro. A mí Antonio me parecía demasiado nombre para un crío, pero crecí con él. Antonio como mi abuelo, pensaba y cuando murió me di cuenta de que Antonio también era el nombre, un poquito, de aquella muerte. Mi abuelo sólo tuvo una hermana que huelga decir se llama Antonia. Nuestra tía Antonia que vino de Málaga para quedarse. Gracias a que a mi abuelo -por una extraña insistencia de mi padre- lo llamábamos don Antonio, siempre antes de tutearlo, yo tenía sitio en ese mundo para ser Antonio, simplemente Antonio. Y me sentaba bien, como un guante.

Desde pequeño había pensado que Antonio era nombre de romano, de péplum. Pensaba en Ben Hur, en Espartaco, en Quo Vadis? o en Los diez mandamientos, que año tras año iba a ver al cine de verano con mi abuela María y mi tía Ana, que por aquel entonces era sólo nueve meses mayor que yo. Antonio como uno de los Machado, también he pesando, como el primer Machado que me gustó, pero también Antonio como Claudio Rodríguez o Pessoa. Antonio como Pablo Neruda, Pablo Casals y Pablo Picasso, que tanto me han fascinado después y que murieron el mismo año que yo nací. Posiblemente demasiados Antonios en el mundo.

Y bueno Antonio también como mi padre, que si bien es Fernando yo sé que a él le gusta fantasear con que se llama también Antonio, porque, ¿para qué le vamos a dar más vueltas?, pudiendo uno llamarse Antonio, ¿por qué querría llamarse de otra manera?

domingo, 30 de enero de 2011

Pequeñas revoluciones 1


[Paul Delvaux]

Se levantó con un dolor profundo en el hombro izquierdo. Tal vez había dormido demasiado. Tal vez demasiado tiempo sobre el mismo costado. Al prepararse el desayuno notó otra vez esa sensación punzante en el mismo lugar. Tuvo que bajar el brazo, se le cayó el azucarero esparciendo el azúcar por toda la cocina. Notó su rugosidad al pisarla sin querer, algo desagradable, que parecía romperse en mil pedazos.

"El mundo tal y como lo conocemos tiene los días contados". Había escrito la noche anterior. "Así que no nos queda mucho de lo que tirar. Estamos capitalizados, comprados, mano de obra con unas garantías de bienestar suficientes como para consumir y tener la extraña sensación de ser felices con nuestra también extraña sensación de libertad y de democracia".

Siempre había sido un ciudadano ejemplar en sus deberes. Incluso había sido presidente de una mesa electoral. Siempre juicioso. Crédulo. Pero sin saber por qué había dejado de votar en las últimas elecciones. Había preferido aprovechar el día de sol en la playa. Regodearse en los pequeños placeres de un domingo cualquiera. Y para el mundo fue lo mismo, las mismas peroratas en la radio, las mismas valoraciones de los políticos. Nadie lo echó en falta, pensó.

"Hace algún tiempo que se pervirtió el sentido de la vida. No sé, me pregunto, si tendríamos alguna respuesta si nos preguntáramos en verdad no tanto para qué vivimos, -estamos aquí, eso ya está hecho-, sino más bien qué pensamos sobre qué es la vida".

"De verdad que no estoy depresivo", añadió, "de verdad que no soy pesimista. Al contrario, creo que tal vez sea un buen momento para recapacitar". Y apuntó: "¿Es esta la única manera de vivir posible?"

Luego había tachado varias frases. De entre todas estas líneas lo único legible era "¿A quién beneficia todo esto? ¿Quién sale ganando? No veo la manera de momento de decirlo más claro".

Y mientras pasaba la escoba sobre el suelo de su hipoteca, intentando recoger todo el azúcar, lo comprendió con la luz meridiana de aquel otro domingo en la playa.

lunes, 24 de enero de 2011

Enajenación


Al escribir su nombre equivocó una letra, la perdió, de tal manera que su apellido dejó de ser su apellido y él terminó convertido en otro, alguien diferente, extraño a sí mismo. Al principio no cayó en la cuenta. Lo dejó pasar, algo en él, en su interior le decía que, bueno, el cambio ya estaba hecho, que qué sentido tendría corregirlo, una mera errata.


En las horas siguientes no pasó nada especialmente relevante, pero notó que su cuerpo se sentaba de otra forma, de otra manera sostenía el bolígrafo, que trazaba las letras con una caligrafía desconocida hasta entonces. De pronto cogió el teléfono, marcó un número. Soy yo, dijo, no iré a comer. Cuando colgó cayó en la cuenta de que él vivía solo, de que nadie lo esperaba para comer, para hacer la compra, fregar los platos, recoger a los niños del colegio. ¿Entonces?


Volvió sobre sus papeles y buscó el documento donde su nombre se había rebelado, donde su nombre era el de otro. Una vaga sensación de pérdida se cebó sobre quien había sido. Echó de menos a su esposa, quiso a sus hijos, la vida ordenada de quien había empezado a ser. Y ya no pudo hacer nada.

lunes, 17 de enero de 2011

El cuento de la gacela thompson y el león


No todas las historias de amor tienen que terminar bien. Aunque quién sabe. Hay algunas que no terminan nunca de empezar y otras que han terminado después del primer beso. Yo no sé a cual de estas historias pertenece la de la gacela thompson y el león, en el caso de que pertenezca a alguna, porque así, de primeras, se me ocurren historias de amor con final feliz, con final abierto y las que no tienen final.

El león, dice mi sobrina que los leones no hablan -aunque en el fondo no termina de creérselo- se dijo que no estaba mal aquella pieza, que aquella gacela podría saciarlo, devorarla pensó, pero lo pensó después, porque lo primero que sintió fue que la melena se le erizaba y que un frío impropio de la sabana le recorría el espinazo. La gacela, pensó, la gacela se había apartado del resto. Por un lado estaba flanqueada por el río, al otro por unos matorrales. Se acercó sigilosamente. El resto ya lo sabes. Correr de aquí para allá, dar saltos, hasta que la gacela cayó y el león la apresó con sus fauces por el cuello.

La arrastró como en El hombre tranquilo John Wayne arrastra a su prometida. Apretaba lo suficiente como para llevarla pero no tanto que pudiera herirla. La gacela no podía asimilar que el león no quisiera hacerle daño. A ella le habían dicho siempre que había de desconfiar de los leones, que los leones siempre te hacen daño. La lamió, lamió sus heridas, los arañazos de las zarzas habían dejado en sus largas patas, puso especial esmero en el cuello, en el vientre, donde un hilillo de sangre se había secado. ¿Por qué el león alargaba su agonía?

Pasaron los días, las lunas llenas que iban decreciendo poco a poco hasta quedar en un hilillo donde acunar el calor de los últimos días de verano y el león no devoraba a la gacela. Se quedaba mirándola, pasmado, indefenso ante tanta belleza, jadeando para distraer el hambre. Cada vez su cuerpo estaba más escuálido. Pero no podía comérsela, no quería comérsela.

Los leones siempre se comen a las gacelas thompson, pensó, pero él no podía, no quería hacerle daño, al contrario, le pasaba sus grandes zarpas por los costados, le lamía las legañas, zurcía mil excusas por las que un león podía vivir con una gacela, amarla, ser su compañero. Hasta que un día respiró y ya no pudo más.

El viento helado entró en sus pulmones y azuzó su melena dispersa en el aire. Parte ya del todo y de la nada.

Y esto es lo que quería contarte antes de irme a dormir, antes de que la luna se adelgace y enhebre mis párpados con esta noche fría de enero.

domingo, 16 de enero de 2011

No en mi nombre


Te levantas. Necesitas ver el mar. Toda la noche soñando con agua, con fondos azules, con profundidades abisales. Vuelas. Coges tu moto y sales camino del mar. Así que una hora después te desayunas frente al mar, tras pasar una espesa niebla que ha hecho que peligre tu aventura. Hay una torre, un monte que se adentra en las aguas. La luz es propicia para este día. Ves los erizos en el fondo del mar. La transparencia.

Ya en tu casa te enteras de que alguien ha agredido a un consejero. Enseguida los políticos lo enredan todo, nadie usa la agresión pero todos aluden a ella. Mañana verás, piensas, como al final terminan diciendo que todos los funcionarios somos unos violentos o todo lo contrario o esto o aquello. Los periódicos, como La verdad, tan sólo hablan de recorte de sueldo, pero por qué nadie cuenta la verdad completa, por qué nadie habla de la calidad de la enseñanza, del recorte del bonolibro, de los profesores de apoyo, del incremento inevitable, ya verás, de la ratio, de los recortes sociales, de la sensación de desvalimiento ante un gobierno que modifica los pactos laborales de forma unilateral. Pensabas que cuando aprobaste las oposiciones -y te costaron años de trabajo diario- firmabas un acuerdo y que un acuerdo implicaba dos partes. Pero más allá de eso vuelves al tema de la agresión. Nunca has justificado la violencia y menos ahora. Te parece aterrador que un grupo de desalmados agreda a un padre que va a recoger a su hijo. Y dices que no en tu nombre y lo repites, no en mi nombre.

Y no pensabas escribir nada hoy, pero has visto que alguien que firma como neutral te ha dejado un comentario invitándote a reflexionar sobre la agresión y te jode que a las alturas que estamos haya alguien que se declare neutral, como si esto no fuera con él o con ella, como si todo esto no le estuviera sucediendo a su realidad cotidiana, a su día a día. Tú eres practicante de la no violencia, pero no eres neutral, no puedes serlo. Y te asombra que todavía haya gente que defienda los intereses de uno u otro partido como si se tratara de un credo o que haya también por otro lado gente que se declare neutral y además te invite a escribir sobre la agresión porque claro dos entradas antes escribiste sobre las jodidas navidades que nos dio de forma vergonzosa la comunidad autónoma a sus trabajadores. E incluso te has sentido un poco culpable al principio, un poco culpable porque dijiste esta boca es mía. Y quizás eso es lo que ha motivado que escribas.

Por la tarde has salido a darte una vuelta. Buscas con la mirada a los corredores, lo has leído en la novela de Paul Auster, El país de las últimas cosas, un grupo de personas que tras un año de entramiento corren sin parar, con toda la intensidad de la que son capaces, hasta morir extenuados, literalmente. Pero no los has visto. En su lugar un hombre te ha parado, te ha preguntado por Jesús Abandonado, pero le has dicho que estaba lejos, que probara en el que está detrás de la policía, pero está cerrado, te dice, que no quiere dinero, que le bajes una barra de pan.



sábado, 15 de enero de 2011

Volubilidad


Los incisivos son un arma,
los labios también,
la nariz, las aristas de los codos
y de las rodillas. Hieren.

Es esta la razón del cuerpo
frente a la volubilidad
de aquello que llamamos nuestro amor.



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lunes, 10 de enero de 2011

Desvelo


En mitad de la noche me desvelo. Son las cinco de la mañana. La noche está cerrada. Por las fisuras de las lamas de la persiana se cuelan pequeños haces de luz que viajan de este a poninte o viceversa. Arrastran detrás un fular de motores diésel apenas perceptibles en mitad del sueño, pero que ahora retumban llenando la vigilia de un incómodo rumor. Noto sus movimientos. Noto su presencia en las otra habitación.

Tengo la respiración inquieta, alterada. En la oscuridad se confabulan los miedos de siempre, los más terribles. Cierro las manos. Debajo de la cama hay esquirlas de lunes roto, de martes por la tarde, de domingo noche. Aprieto las manos, noto las uñas contra el envés carnoso. Pongo la radio. Sólo se escucha una niebla oceánica. El mundo ha desaparecido o, al contrario, se ha hecho presente de una forma que me inquieta.

De pronto oigo sus pasos. Se acerca. Ya nada volverá a ser igual.

Yo lo sé, pero ¿lo sabe él?