sábado, 17 de mayo de 2008

Le rêve de la lumière


IL AVANÇA dans la maison qui dormait.

Derrière les fenêtres, des poissons de lumière

Sautaient dans le fleuve lumineux.

La nuit n’était que le mouvement

Des joncs vaincus par les eaux,

La lumière était aussi pure que le rêve.

Au bout du couloir, dans la cuisine,

Des constellations de lucioles tombaient

Dans les assiettes du dîner,

La lumière se détachait sur la nappe

Comme un fruit vert qu’on porte aux lèvres.

Pendant le petit déjeuner, il ouvrit toute ouverte

La lumière de la fenêtre et il pressentit,

Les yeux fermés comme un enfant,

Qu’il faisait déjà partie de la clarté.


Traducción al francés de Diego Morales

__________

El sueño de la luz

AVANZÓ por la casa que dormía./ Peces de luz, detrás de las ventanas,/saltaban por el río luminoso./La noche no era más que el movimiento/de los juncos vencidos por las aguas,/la luz era tan pura como el sueño.//Al final del pasillo, en la cocina,/constelaciones de luciérnagas caían/sobre los platos de la cena,/la luz se desgajaba en el mantel/como una fruta verde que llevar a los labios.//Durante el desayuno abrió de par en par/la luz de la ventana y presintió,/con los ojos cerrados como un niño,/que ya formaba parte de aquella claridad. (Allí donde no estuve. Rialp. 2004)

Poissons Rouges


C’EST une matinée transparente. Elle coule

Dans l’odeur des étés.

Elle frôle ma peau. Elle est humide

Et elle accepte celui qui la touche sans poser des questions,

Comme un poisson rouge

Qui glisse entre les mains,

Qui tombe et qui barbote,

Et qui ouvre ses branchies pour que la mer y entre,

ET c’est la mer

Avec un amour inconnu.



Traducción al francés de Diego Morales



Foto de Lucien Clergue
_________

Peces de colores

ES transparente la mañana. Fluye/ con el olor de los veranos. / Roza mi piel. Es húmeda /y acepta a quien la toca sin preguntas,/como a un pez de colores/que se resbala entre las manos,/ que cae y chapotea,/y abre sus branquias para que entre el mar, /y es mar/con un amor desconocido. (Allí donde no estuve. Rialp. 2004)



lunes, 5 de mayo de 2008

Necrológica


Publicado en Integrales y Derivadas,
Editorial Bolboletras/Aladeriva. 2006.



Ya no recuerdo si la frase es así exactamente o si la multitud de ocasiones en que la he usado e incluso en que la he oído usar deformó las palabras, quién sabe si a mi favor o tal vez en mi contra. Decía Píndaro -y esta es la frase- que sólo el elogio justo es el que honra. La proporción, la mesura, es quien nos dice esto hizo y esto fue, así debemos recordarlo, ni más ni menos, y es exactamente en este punto donde confluyen el más y el menos, nuestro más y nuestro menos.

Traer al hilo anécdotas de su vida, hechos curiosos, incluso que rocen la inverosimilitud y que nos muestren a un Roberto Campbell ingenioso, a mitad de camino ―una vez más la mitad, el punto medio― entre el genio y la ingenuidad, entre el hombre sabio y el hombre inocente, entre el que ve de una forma certera el meollo de las cosas, como iluminado por una luz que sólo a él se revela de forma prodigiosa y el que inmediatamente después ofrece su cara más tierna, la del que no entiende lo que le hiere, lo que le constriñe, lo que le hace daño, como un ser desprovisto de maldad y de instrumentos de lucha contra esa maldad del mundo, que por otro lado no entiende. Traer al hilo del relato anécdotas de su vida es fácil, incluso sería entretenido, nos daría una visión poliédrica de lo que hizo, de lo que fue, imágenes sueltas que hilvana el único hilo de su protagonista, el hombre, el escritor, el lobo solitario que se guarecía de las inclemencias del mundo detrás de sus gafas oscuras y de su triste aliño indumentario, como dijo el poeta. ¿Pero recordar la anécdota definitiva?, me pregunto, ya no es tan fácil. A veces es parte del azar que alguien, algún amigo que ha ido a visitar al finado, cuando aún no lo era, cuando aún estaba entre nosotros y hacía cosas como nosotros, lejos de la leyenda, de la desmesura que el tiempo, como narrador, hace con los argumentos que relatan episodios de la vida del fallecido, estirando, ensanchando, deformándolos, se encuentre de bruces ante la anécdota definitiva, la que lo dice todo en su concreción, en su término medio, aquella que resume perfectamente su talante, al homenajeado, haciendo lo que hacía, siendo lo que era, recordado tal y como habremos de imaginárnoslo después.

Es cierto que entramos juntos al café, ésta es la anécdota, éste es Roberto Campbell, así lo recuerdo. Llevaba los pantalones vaqueros raídos, la chaqueta de pana con la que fue retratado en multitud de ocasiones, la del parque del Buen Retiro, donde aparece entre varios compañeros del exilio: Porfirio Rodríguez, José Marcos Barrena, Lorenzo Jurado, Catalina Peneda, Asunción Mengual. Todos jóvenes, componiendo el retablo de las maravillas, el retablo que sólo ellos ven, aún sin obra sólida, relatos corregidos sobre las propias páginas donde han sido publicados por primera vez, Hélice, La Isa desnuda, ediciones del ayuntamiento de Tabernas..., palabras desproporcionadas, en consonancia con su juventud, con el exceso que poco a poco irán sujetando, metiendo en vereda. Algunos lo conseguirán, otros, como es el caso de Lorenzo Jurado, terminarán malviviendo de dar el palo a los amigos y de frecuentar la prensa de provincias despotricando de ellos, relatando los hechos ignominiosos, los que en el fondo no olvida nadie, los que deforman, los que hacen daño, haciéndose así una reputación de hombre insobornable que aparece aquí y allá, en el jurado de un premio, detrás de los presentes, dispuesto para la foto con algún escritor de renombre, retirándole la silla, flanqueándole el paso, riéndole socarronamente las gracias. Ya venía con la montura de las gafas caída sobre el apéndice nasal, frenada en su movimiento vertiginoso por ese abultamiento que conformaba su expresión, algo así como John Wayne o el malogrado Karl Malden, el sheriff redimido de El rostro impenetrable, pero aún con cuentas pendientes de amistad o de fechorías.

He dicho que entramos juntos al café. Para mí nunca lo ha sido, pero sé de gente para la que es fácil pensar en los cafés, fácil olvidarse del mundo que los rodea, no ser nada más que un individuo que está sentado, que se refugia tras un libro, frente a un cuaderno de hojas tachonadas de garabatos, que ascienden y descienden, que aprovecha los bordes para dar existencia a una idea de última hora, una adenda, un comentario. Y Roberto era uno de ellos, si debemos de creer lo que nos cuentan los periódicos. De hecho en el reportaje que canal + había preparado en sus últimos días y que sólo emitió tras su muerte –nadie, me gusta pensar, sabía qué poco tiempo le quedaba entre nosotros– aparece en un café, un café cualquiera, un café anónimo. A diferencia de otros escritores que se relacionan con un local determinado, que lo convierten en su oficina, en su lugar de tertulia, Roberto no era habitual de ninguno, y tal vez por ese capricho de vagabundear hasta encontrar un lugar propicio, el lugar que en ese momento era el lugar idóneo, el que se acomodaba a su ánimo cambiante, nos vimos. Hacía tiempo que no coincidíamos, creo que desde la Feria del Libro de hacía dos años. Entramos en silencio. Era un hombre de silencios grandes, valorativos la mitad de las ocasiones, otras veces simplemente inexpresivos, silencios de ausente o de aburrido. Llevaba varios libros que dejó sobre la mesa mientras agitaba el café con un movimiento nervioso. La versión francesa del Libro checo de los sueños de Ludvik Vaculik, un libro de César Aira, la recentísima traducción de Paludes de André Guide, creo recordar. Cuando me levanté para ir a la barra a pedirle al camarero mi café con leche, que había olvidado, aprovechó y sacó su cuaderno. Utilizaba cuadernos escolares, y los maltrataba, las tapas arrugadas, el alambre con una contorsión endemoniada. El extremo del bolígrafo bic con el que empezó a apuntar las primeras palabras estaba mordisqueado. Escribió algo –no atiné a ver, no supe preguntar–, algo que podría ser el primer verso, el verso que se lanza como un aparejo de pesca al insondable mar de la inspiración, o tal vez un adjetivo, la palabra justa para definir a un personaje, tal vez el sheriff bueno, el sheriff reformado, el que ha vuelto al buen camino pero que tiene cuentas sin saldar con el pasado, y que aparecerá definitivamente en la página ciento doce de su última colección de cuentos, la editada póstumamente, caracterizado como un hombre bueno, un hombre honorable y despiadado. Y se queda con esas palabras ahora en su cuaderno. Ha tachado dos o tres con anterioridad.

Apenas me había dado tiempo a sentarme. Sin mediar palabra se levantó. Lo vi avanzar tranquilamente hasta la barra. Algo había cambiado en el local, la luz, tal vez un grupo de jóvenes ruidosos que había aparecido de la nada o que había estado allí desde el principio y que había pasado desapercibido hasta que alguno de ellos, posiblemente el bajo con acné, tuvo una ocurrencia y todos se rieron. A lo mejor fue algo más sencillo, a lo mejor fue sólo el tiempo el que cambió, el que había pasado igualmente de soslayo, escamoteando a la realidad, hasta que miró, miramos, el reloj de pulsera o el reloj que marcaba el paso de los segundos, uno a uno, entre las botellas de las estanterías del bar, y se hizo presente, sin aviso. Algo sucedió porque la realidad había cambiado y sólo él sabría decirlo después, en su estudio, frente al ordenador, donde iría tecleando una a una las letras, conformando palabras y luego frases de un texto nuevo, un texto que antes no había existido tal cual, al menos así como él lo estaba pensado y lo había formalizado.

Sacó del bolsillo unas monedas, pagó su café, luego se marchó. Me gusta pensar que la última mirada, la que echó a la mesa donde había estado sentado, la que estaba junto a la mía –el respaldo de la silla donde estuvo tocando la silla donde aún yo estaba –, no buscaba algún objeto olvidado, la libreta, que palpó en el bolsillo de su chaqueta antes de seguir el paso, sino que era para mí, que ese gesto último, con el que se subió la montura de las gafas una vez más era su manera de despedirse, de decirme adiós, ni más ni menos, de corresponder mi paciencia aquella tarde, y la tarde en la Feria del Libro, en una cola interminable con su última obra bajo el brazo para que me la firmase. Fue el mismo gesto de aquella tarde, el mismo gesto con la mano izquierda mientras con la derecha me entregaba el libro dedicado, el mismo gesto que entonces esbozó mirándome, mirando a aquel amigo que había compartido un tiempo valiosísimo de aquella tarde primaveral, aquel amigo con el que ahora quedaba en paz, con las cuentas saldadas, después de dos años, después de dos años esperando la oportunidad de volver a verlo, de que me correspondiera por mi infinita paciencia en aquella cola frente al stand de la editorial. Fue entonces cuando me acordé de aquella película, El rostro impenetrable, y de Karl Malden con la estrella de sheriff en la solapa de su chaqueta, de Karl Malden vivo, de Karl Malden saldando sus deudas. Y fue entonces también cuando decidí escribir este texto, este texto donde todos mienten, donde todos envidiamos lo que no tuvimos, lo que no hemos tenido, como Marlon Brando en esa película, como Marlon Brando convenciendo a la joven Katy Jurado de que es un hombre bueno, de que la querrá después, después de todo. Entonces lo vi claro, ésta era la anécdota definitiva, la anécdota después de todo, la que no dice más de lo que pasó y tampoco menos, la anécdota donde todos mentimos un poco, pero sólo lo justo, lo justo para que sea verdad, aunque esa verdad se olvide pronto, como todas las promesas, para que esa verdad sea mesurada y nos conforte, sea el lugar del elogio, a miedo camino entre la realidad y la ficción.

viernes, 2 de mayo de 2008

Presentación del libro de Salva Robles "Y tú, por tanto, otra cosa".


26/04/2007
fnac Murcia.

Hay, todos más o menos empezamos a saberlo, distintas formas de presentar un libro. Es cierto. La ingenuidad nos lleva a veces a pensar que el lector especializado, el que nos presenta, el que nos critica, el que nos comenta, es un ser puro, imbuido de la bondad de la palabra, como si la palabra sólo se hubiera inventado para decir cosas buenas de las buenas personas. Pero no.

Así que el primer acierto de una presentación es, obviamente, elegir bien al presentador. Y desde mi digna pero algo perversa subjetividad, tengo que poner una gran interrogante sobre esa elección.

Entre las muchas presentaciones posibles, Salva, hoy, de haber elegido a otra persona, podría haber tenido, por ejemplo, la presentación académica.

Lo primero que se preguntará es, nuestro académico, por qué este libro no lleva nota biobibliográfica, aunque como es un lector avezado pronto cae en la cuenta de que todo el libro es una nota biográfica, bibliográfica; pero enseguida corregiría, claro, está el distanciamiento, la ironía, el yo que no es el yo, aunque el autor jure y perjure que es él, que ese hombre no es otro que él.

“El conspicuo autor Salvador Robles –comenzará-, del que poco sabemos, se revela en el libro Y tú, por tanto, otra cosa, como un poeta solvente, que estructura y vertebra su fértil mundo poético a través de siete cuadros y un epílogo”.

Y a partir de aquí empezará a devanar la madeja teórica de las correspondencias, los coupling, que si un Tinianov por aquí y un Derrida por allá. E incluso, si es muy puntilloso, entrará en esa fabulosa metaliteratura de la creación de nombres de movimientos literarios. Y como Salva habla de cine y se recrea y como cita a Audrey Hepburn, pues ahí aventurará el académico, un postmodernismo, pero vacilará y corregirá hacia un protopostpostmodernismo y rizando el rizo, tal vez un tardoprotopostpostmodernismo.


Luego está la presentación del egocéntrico, de ese supuesto amigo del alma, que empezó a insinuarle lecturas a Salva ya en su tierna juventud, que le dejó libros, que le puso las primeras comas en sus poemas, algunas tildes tal vez, y que ha ido viendo cómo crece y se forma y que ahora que el libro está terminado espera la llamada del autor para que le pida que lo presente, en virtud de una deuda literaria.. Podría ser algo así como:

“Yo conocí Salva a la temprana edad de… Acababa de llegar yo (claro, no él, es decir Salva, que a partir de este momento se convierte en un pretexto para que el presentador hable de sí mismo). Por aquellos momentos –continúa- leía la traducción al turco de los poemas de Browning en una impecable edición anotada por mi amigo…” Y así durante diez minutos, para finalmente, incapaz de reconocer que este es un buen libro de poemas, un libro contagiado de la mejor poesía y de las mejores personas, decir “Aquí está, Y tú, por tanto, otra cosa y después de un silencio valorativo, hará un guiño al decir “y tú”, como si tú fuera él, es decir, yo, bueno, el presentador.


Luego está la presentación del vecino que no ve con buenos ojos que este hombre se dedique a la poesía:

“Claro, – dirá- como es maestro y tiene muchos libros, pues ha ido sacando una frase de aquí, un poema de allá y ha hecho ese libro, que yo, que lo conozco ya desde hace tiempo, nunca lo he visto escribir mucho, y que además en las reuniones de vecinos apenas habla y cuando habla se pone nervioso. Para poeta mi sobrino Eleuterio, ese sí, que hace las necrológicas en el periódico de Cártama”.


Y luego la más “pelibrosa”, la del crítico de provincias. Aunque hay que decir, a su favor, que en realidad ésta no es una crítica sino más bien un refrito de tópicos, de las notas de la contraportada y de las notas bibliográficas del libro (pero claro, aquí lo hemos pillado ya que este libro, como dijimos antes, no las lleva). Veamos:

Así que como dice que es de Malaga y cita a Luis García Montero, diremos que como no es poeta de la nueva sentimentalidad, algo ya pasado, lo será de la poesía de la experiencia esa, ésa que siempre citará, al crítico me remito, en las reseñas, que no críticas, que haga de libros de escritores malagueños que citen a Montero. Y que si quieren otra cosa, barrunta nuestro crítico de provincias, que citen a otros y que nazcan, en la medida de lo posible, del norte de Andalucía para arriba.

Además, Salva dará lugar a otro tópico, el de autor inédito, por tanto joven (se pregunta el crítico) y promesa. Mas no nos desesperemos, promesa es una palabra muy hermosa. Y lo de la juventud se cura solo.

Y finalmente, como se quejan algunos amigos míos, escritores jóvenes y promesas, hará, si la inspiración lo acoge en su seno, un juego ingenioso con los títulos de los poemas que no ha leído.

Algo así:

Y Salva, por tanto, desde el sábado a las 16: 30 empezó a ser dos vidas, la del que traza su propio itinerario para acudir a su cita con la literatura y la del que se pregunta ¿Por qué la visión de un pecho, de un ojo, de un hombro, e incluso de una barriga, deben salir de la pantalla? El poeta, en ese particular Lifestyle diferenciador, aprovecha la imaginación para convertirse en el cancerbero de Cupido”.


También podría darse, caso más extraño, la presentación del suegro, que podríamos resumir en: "ese, ese, es mi yerno".

Y finalmente está la del lector, más o menos desprovisto de prejuicios, en la medida de lo posible, pero que, ¿por qué no decirlo?, ama la poesía. Tal vez esa sería la presentación que en última instancia yo suscribiría. Y esa presentación no puede manifestar otra cosa que el asombro de que Salva sea el poeta que se esconde detrás de la cita que abre el libro y de la hermosa portada de Concha. Dice la cita de García Montero: “Si alguna vez la vida te maltrata, / acuérdate de mí/ que no puede cansarse de esperar/ aquel que no se cansa de mirarte”.

Al igual que la portada, que reescribe perfectamente el libro, la urgencia de la vida se convierte en estas páginas en experiencia poética, como en el poema tercero de la serie Petición: “El telón de fondo del amor / debe estar construido de lo que nos circunda;/ por eso, no olvidemos, vida mía,/ que más allá de nosotros / están los semáforos, el lavavajillas, / los bancos y la ropa para planchar”. O el quinto de la misma serie, o el ingenioso Cosmética necesidad.

La forma de escribir de Salva me recuerda cuando era pequeño y en mi barrio encementaban las aceras, y siempre había alguien, que tal vez por descuido, dejaba la huella de sus zapatos allí para siempre; lo cotidiano, de pronto, trascendido.

Creo además, que el libro va ganando conforme avanzas en su lectura, y no porque los poemas cada vez sean mejores poemas –no sabemos si responden a una ordenación cronológica- sino por que nos va embaucando. Nos enseña esto, nos desvela una parte, pero nos oculta otra, dice un nombre y se guarda siete en la manga. Es, este libro, el principio de algo, que todos deseamos que salga bien, aunque no sabemos muy bien por qué (ya que ni siquiera sabemos a ciencia cierta de qué se trata).

Dice María Jiménez en su biografía Calla, canalla, que "donde más duele, siempre es en el alma. Allí donde, como dice el bolero, se marcan las cicatrices imposibles de borrar. Es cuando el alma padece cuando, realmente, se llega al techo del dolor".

Para entonces yo ya tengo un antídoto, una celebración de la vida: Y tú, por tanto, otra cosa.

Quiero cerrar mi presentación con la lectura de uno de esos poemas breves, rápidamente llevados hacia la verdad de las cosas, un poema modesto, quizás no el mejor del libro, quizás, pero que no sé por qué se me ha pegado al alma, y que muestra al final la futilidad de esta presentación, de cualquier presentación:


Hoy parece que ocurrió muy poco,
prácticamente nada.
Y si tuviera que contarlo
diría que es bien simple de explicar:
estuvimos perdidos en razonarnos.