viernes, 30 de marzo de 2012

Y después de la huega

Viñeta de El Roto.

Ayer me quedé en la cama. Todo un placer. Es una de las maneras más hermosas que he encontrado de protestar.

Hasta las once de la noche del día anterior no sabía qué iba a hacer, y era un sinvivir. Estaba escuchando el Réquiem de Mozart -con mi Nuri y Manolo, con el coincidimos- en la Catedral de Murcia y estaba allí con el lacrimosa, dale que te dale a la perola. ¿Hago o no hago huelga? Pero al final decidí hacerla, más apremiado por dejar mi cabeza en paz que por otros motivos y funcionó la verdad, empecé a sonreír, porque sabía lo que me esperaba.

Podría perfectamente no haberla hecho, perfectamente para mi conciencia, pero si la hice en última instancia es por mi condición y mi conciencia de trabajador, que creo que es algo genético. El partido socialista me parece impresentable, casi como toda la clase política, los sindicatos, pues eso, y el pp a lo suyo.

Cosas que he escuchado e incluso he dicho:

-Es un problema de actitud, es que los españoles no sois como los alemanes. Gracias a dios, pensé.

-Es que yo aunque siempre me destaco como un indignado no voy a hacer huelga porque casi es fiesta en mi pueblo.

- Yo estoy de viaje, con Zapatero, de compras por París, a ver si las nubes me son favorables y no me llueve.

-Esta huelga ha sido un fracaso.

-Esta huelga ha sido un éxito.

-Pues eso, que vengo del piquete (informativo) de la estación de autobuses para dejar a los críos en el colegio y volver, que esto es muy serio. Apunto que en el coche llevaba unas banderillas del sindicato al que representaba.

- Este café lo apuntas a la huelga. Luego venimos a cerrarte.

-Pues yo no hago huelga.

-Pues yo sí.

Pues eso, que al final, me quedé en la cama. Me puse la radio y al rato me volví a dormir. Me lenvanté tarde. Hice la cama (no sé si eso entraba en los servicios mínimos) y luego me di un paseo en moto (una scooter, aclaro).

Un día feliz, me cuesta lo mío. Espero que nadie se lo apunte. Este placer, señores, es mío.

miércoles, 28 de marzo de 2012

Pequeños robos necesarios

Declaración canica de Antonio Barroso. Robada de la revista Álbum.

Roben, pienso, por que les hará falta. Tengo un libro terminado, habla del robo, sin embargo, otro que tengo a medio hacer habla de los dones. En realidad, podría pensar que se trata del mismo libro, pero esa idea es tediosa y maniquea.

Esta mañana en la biblioteca he estado haciendo fotos a otras fotos. He hojeado el libro de Alberto García Alix, Lo más cerca que estuve del paraíso -yo amo las fotos de García Alix desde que vi Elena Mar odalisca en mi patio, sobre todo en las que no fotografía a famosos, las de ir por sitios de verdad-, también he plagiado con la cámara de mi móvil unas imágenes de Juan Gatti. Lo siento, con todo eso de la movida espero que no se moleste. Lo podría haber hecho en la galería donde están expuestas, pero vamos, ya nadie va a las galerías, todo está en internet y en las bibliotecas. En realidad siempre estuvo todo en las bibliotecas.

Foto de Juan Gatti, robada igualmente de Álbum.

Hace unos meses saqué Arrugas de Paco Roca. Esta mañana en la sección de la hemeroteca me he sentido como en el cómic, es una sala oblonga con un largo ventanal donde los ancianos trapichean con la prensa local. Cuánta ilustración en la tercera edad, aunque de lo que más se hablaba, casi todo hombres y se arrogaban el derecho de hablar en voz alta, era del repaso que le dio el real madrid a otro equipo anoche o antes de anoche, que al caso es lo mismo.

Y luego antes de irme a casa he mirado la revista Clarín donde he encontrado este poema, Cementerio de veteranos de Dana Gioia, que es un escritor y que es norteamericano,  traducido por Jesus Jiménez Domínguez:

Las ceremonias del día han terminado,
abandonadas al desfile del cuervo harapiento.
Las banderas se despliegan en la procesión de las orugas.
Las coronas caen sobre las lápidas ensombreciéndolas.

Qué discretamente se reúnen las palomas junto a la entrada
como almas que no tuvieran ni cielo ni averno.
La hierba reclama pacientemente su propiedad perdida
donde un ángel de piedra se erige en centinela.

Las voces que susurran en las hojas consumidas,
enfermizas y atroces, ¿qué pueden esperar
cuando cada estación se nutre de la anterior
y el verde del verano arde con el fuego del otoño?

El ocaso es un solitario hilo de luz
cosido a los jirones de un sauce deshojado,
mientras las ramas languidecen una a una
y el tiempo se riza como un papel que amarillea.

Obra de Xooang Choi robada de la revista Álbum.




 Elena Mar odalistca en mi patio de Alberto García Alix

miércoles, 21 de marzo de 2012

DE CÓMO TERMINÉ EN LA CÁRCEL Y DE LAS ENSEÑANZAS QUE SAQUÉ DE ELLO


(ENERO DE 1995)
CURSO 2007-2008. 3º E
 
Eran las cinco de la tarde y el supermercado acaba de abrir. El dependiente miraba de reojo a una pareja de muchachos que observaba los tarros de gominolas. Ella era rubia, pequeña, él moreno. Ella lo llamó Antonio y Antonio la llamó Ainara. Se habían fugado la clase de no sé qué y andaban por las calles del pueblo. Dos estanterías más atrás andaba yo liado con mis cosas, aunque ellos no podían verme ya que nos separaba una pila de botes de tomate frito. Actuaron rápidamente. Ella le preguntó al dependiente, por demás jefe de la tienda, si tenía cambio y cuando el hombre se giró Antonio cogió ágilmente, con la habilidad del acto repetido, cuatro o cinco chicles de menta y dos de fresa ácida, los favoritos de ella. Cuando el pobre hombre vino a darse cuenta de que le habían tomado el pelo la pareja ya andaba camino del párking.

Escuché cómo maldijo en arameo a los chicos y cómo descolgaba el teléfono para llamar a la policía y me apiadé de él. Decidí interrumpirlo, me di cuenta de que era el momento oportuno para poner en práctica mis conocimientos adquiridos durante tanto tiempo de disciplina. Ya iba para tres años que seguía el curso de “SEA USTED UN DETECTIVE SECRETO”. Aún recuerdo la emoción que experimenté al desenvolver el primer fascículo y desprenderlo del engorroso plástico que lo protegía. “PRIMERA LECCIÓN -leí- No le diga a nadie que está usted haciendo este curso porque de hacerlo ya no será un detective secreto”. Así que había estado durante tres años cultivando el noble arte de la investigación secreta en el más absoluto silencio. Pero ahora era mi oportunidad. Me dirigía a hablar con el dependiente cuando de la sección de productos frescos apareció otra pareja de individuos bastante sospechosos. Sherlock Bastian y su ayudante, el querido Willi-Watson. Bastian fumaba una extraña pipa que no echaba humo sino pompas de jabón de colores irisados y Watson llevaba un reloj que miraba continuamente para anotar con pulcritud inglesa la hora de los hechos.


-No diga nada –dijo Willi-Watson-. No hace falta que usted nos diga lo que ha pasado. Aquí se ha perpetrado un robo.

-Efectivamente, querido Willi-Watson –dijo Sherlock Bastian-. Efectivamente. Aquí ha sucedido un crimen, un robo que no debe quedar impune.

El dependiente los miró asombrado. ¿De dónde habían salido estos dos individuos? No creía recordar que el supermercado tuviera una sección de disfraces y, sin embargo, estos dos hombres iban indudablemente disfrazados de caballeros ingleses del siglo XIX o del XVIII, o de más tarde, quizás. Empezaron a mirarlo todo con una lupa enorme que acercaba las cosas hasta convertirlas en monstruosidades irreconocibles.

-Eran dos -dijo Willi-Watson.

El dependiente estaba a punto de entrar en cólera. Claro que eran dos, no hacía falta ser una lumbreras para saber que eran dos, no te fastidia, pensó, si han estado casi cinco minutos dando vueltas cerca de la caja. Vaya par de elementos, volvió a pensar, a estos los echo yo a la calle ahora mismo, como que me llamo Moriarty. Y dicho y hecho. Sacó la escoba y empezó a darles golpetazos hasta que salieron de la tienda, pero en la carrera echaron mano al bote de los chicles llenándose los bolsillos.

Aunque parecía imposible volvió la calma al supermercado y vi que era de nuevo el momento de presentarme para acabar con aquella situación. Pero otra vez el azar me lo impidió. Un grupo de chicas entraron por la puerta. Era la temible banda de las hermanas Romera, una morena y otra rubia, las dos recién llegadas de Madrid. Llevaban dos tatuajes, uno en cada brazo, en el derecho un corazón partío con una lágrima, en el otro una piscina. Estaban malencaradas. Una de sus secuaces, una morena pequeñita, iba detrás, a dos metros, con su pelo lacio ocultando uno de sus ojos extrañamente bellos. Se llamaba Laura Brown por lo que pude escuchar. Tocó en el hombro a Jessica Sin Tilde, el otro miembro de la banda, que en ese momento se estaba retocando las uñas, al ver que el dependiente había entrado en la trastienda para guardar la escoba, así que no se anduvieron por las ramas y echaron mano al bote de los… pepinillos y después al de los chicles y a correr.

Aquello parecía ya una escena cómica, el pobre dependiente viendo cómo poco a poco iban disminuyendo los chicles y ahora además los pepinillos, y nadie hacía nada y lo que era peor, nadie pagaba nada y claro, esto tenía que pagarlo alguien, pagarlo económicamente o incluso con la cárcel. Los empleados del supermercado se dieron cuanta de lo que estaba sucediendo y empezaron a cachondearse de su jefe. En la sección de verduras, colocando las zanahorias, había un chico al que habían contratado hacía poco, era simpático y tenía un acento gracioso que parecía convertir todas sus palabras en chistes. En el pasillo de los productos frescos estaba el otro empleado, el Huevo, que lo miró y le dijo a su jefe que lo que tenía que hacer era sacar más chicles y no quejarse tanto, que no se iba a arruinar por cuatro chicles de nada. El dependiente, es decir, el jefe, asintió con la cabeza convencido por las palabras del Huevo y de Pawel, que así se llamaba el otro chico, y entró de nuevo en la trastienda para reponerlos y en ese momento dejaron los dos lo que tenían entre las manos y corrieron al mostrador y robaron todos los chicles que quedaban, pero al ver que entraban por la puerta dos agentes de la policía metieron los chicles en los bolsillos de mi chaqueta y me empujaron contra los botes de tomate sobre los que caí al tropezar con mi amiga Marta, que me había acompañado ya que no me venía mucho al trabajo, y caí perdiendo la consciencia. 

Lo siguiente que recuerdo fue que estaba en comisaría. Tenía las manos esposadas. La inspectora Lola no atendía a mis palabras. Yo intentaba explicarle que sólo estaba allí mirando y que había sido testigo de todo, pero parece ser que los chicles en el bolsillo de mi chaqueta eran para ella una prueba más que suficiente. Cada vez que intentaba hablar las dos agentes que me custodiaban, la capitana Carrión y la sargento Garnés, me daban pescozones con los nudillos, y tal era el dolor que decidí no seguir hablando. Estaba claro que mis conocimientos de detective secreto no iban a servir de nada en esta situación, entre otras cosas porque no podía demostrar que lo era, ya que si era detective secreto, pues eso, que era secreto, y claro era un rollo, porque de no haber sido secreto habría llevado un carné o algo por el estilo que dejara claro quién era y a qué me dedicaba, en cambio, lo único que llevaba era el carné del vídeo club, y entre lo de los chicles y el mal gusto que había tenido al sacar las últimas películas, la comisaria decidió meterme en la cárcel sin posibilidad de juicio, y además me advirtió de que si me buscaba abogado no dudaría en meterme en una celda con Manolo, un buen hombre que no dejaba de repetir lo mismo mil veces. 

Así que aquí estoy. En esta celda. Hoy es el día diez del mes de enero del cuarto año que paso en la cárcel. Y he decidido escribir mi historia para que ningún incauto la repita, para avisar a quién la lea de que uno no puede quedarse quieto viendo cómo se comete un delito, que, como me ha enseñado la vida, es mejor sumarse a los delincuentes que quedarse pasmao. Y aquí quiero poner punto final a mi relato. La limpiadora, una chica maja, que se llama Sandra, me ha pedido que levante los pies para pasar el mocho, parece que tengo nuevos compañeros en la celda y tiene que estar todo limpio. Mi última compañera de celda era una tal Ana Belén que estaba todo el santo día leyendo, dios mío, qué aburrida. Los de ahora me parece que leerán lo justo, un tal Pedro y su compinche Juan Carlos, que se dedicaban a pinchar las pompas de los chicles a los niños en la puerta del colegio, por lo que los han encarcelado. Pobres muchachos. Han elegido el buen camino, el camino del mal que yo tanto deseo, pero claro es que ellos no llevan en su cabeza a pepito grillo, a esta muchacha con la que yo hablo en las largas noches de oscuridad y que me dice, poniendo morritos de bailar en la tarima de la disco, ay, Antonio, eso no está bien, ay Antonio, que te pierdes. Yo la llamo Ana, y me sirve de consuelo en la soledad, como una conciencia portátil. 

Bueno, y aquí termino. Querida María Fernández, a ti de dejo el encargo de que si me pasara algo leas en un futuro, tal vez en junio de 2008, a mis alumnos de entonces esta historia para que no la repitan, para que sepan que si eligen el camino del bien, tal vez, para su desgracia, terminen como profesores de Lengua Castellana y Literatura, que he empezado yo a tomarle gusto a esto y a lo mejor me saco la carrera aquí en la cárcel y quién sabe si luego apruebo las oposiciones y finalmente me destinan a Fuente Álamo.

jueves, 15 de marzo de 2012

Una propuesta para el libro Dame tus manos

Foto de César Cerón para Dame tus manos

Me he quedado pensando después de la entrada anterior en verkami y se me ha ocurrido lo siguiente. Por qué no, me he dicho, y ahora os lo digo a vosotros. 

Os voy a proponer una de las fotos nuevas y espero vuestras sugerencias de por dónde podría ir el poema, a ver qué pasa. ¿Qué expresa esta foto? ¿Qué diríais? ¿Quién la diría? ¿En qué incide? ¿Qué sentimiento veis? ¿Cuenta algo? ¿Qué cuenta? 

Las sugerencias podéis enviármelas, si queréis, a lanuevaresistencia@gmail.com o colocando un comentario en esta entrada.

   Está en tus manos ser patrocinador de nuestro proyecto en verkami.

martes, 13 de marzo de 2012

Variaciones infinitas sobre lo pequeño

“La literatura -escribió- es en sí un mundo infinito, por eso traza líneas paralelas”.

“Trazó dos rectas paralelas y se adentró en el infinito”.

“Nadie podía imaginar que aquel tren en otro momento con una velocidad constante al final sería un punto y luego el infinito”.

“Cuando decidieron partir la mitad de la mitad no pudieron sospechar que les llevaría el tiempo ímprobo del infinito. Un tiempo del que por otro lado en aquel momento no disponían”.

“Decía mi padre que un reloj parado marcaba dos veces la hora exacta al día. Lo que en realidad quería decir, supongo, es que era la imagen misma del infinito”.

“Entre dos infinitos sólo disponía del instante”.

"Las líneas paralelas tienden el infinito entre su humilde colada".

viernes, 2 de marzo de 2012

Las condiciones del pájaro

Entro en la librería. He ido corriendo, en sentido literal. Me da tiempo, me digo, me da tiempo. Recuerdo cuando hace unos años cualquier salida al centro de mi ciudad pasaba por aquella librería. Ahora voy, pero es diferente, porque todo ha cambiado y uno termina ampliando sus recorridos, aunque cuando me veo vagando por las calles sin aparente rumbo fijo sé donde acabaré. 

Hay un libro nuevo de Ginés Aniorte, Las condiciones del pájaro, en su editorial de siempre, Renacimineto. Ginés parte de unos conocidos versos de San Juan de la Cruz que aparecen remedados en la cita inicial y que comparte con dos antecedentes directos como son Ramón Gaya (al releerlo, parece que he puesto san Ramón Gaya) que los tomó para Velázquez, pájaro solitario y María Zambrano que no sé ahora si los glosa en Filosofía y poesía o en Claros del bosque, por otro lado son de sobra conocidos. Estoy en la delectación del libro nuevo, de ese encuentro con las condiciones del pájaro, de su olor y su tacto, cuando salgo a la calle y me encuentro montones de basura en la plaza de la universidad -esta es una librería universitaria- bolsas de basura llenas de botellas vacías de cristal, de plástico, de mierda sin reciclar. 

Así que echo a andar y me detengo en una sombra ya más lejana, donde no llega el olor a alcohol. Dice un señor en la tele, un empresario de la noche, que quién va a vender garrafón con lo barato que les resulta comprar los licores y se ríe, cómo se ríe. Me siento en un banco y abro el libro, sé que es muy probable que alguien llame a la policía, es un parque público y estoy llevando a cabo un acto privado y placentero. Y por un momento vuela el pájaro, la celebración, el paso del tiempo, la indagación de Ginés en todo lo que nos toca de verdad.



(Ginés Aniorte ha publicado recientemente en la misma editorial Cuanto quise decir, Los azares, Nosotros -uno de sus libros más hermosos, entre la experiencia memorística y la poesía-), y el lúdico e inteligente Pensar en verso).