miércoles, 27 de octubre de 2010

En venta


Mis padres han decidido vender su casa de La innovadora. Y como son mis padres he decidido echarles una mano.

Aquí van los datos.

La casa es un primero alto que da a una calle salón en el residencial La innovadora, a cien mentros de El royo en Murcia y de la estación de tren de El Carmen. Es un lugar tranquilo y de nueva urbanización, aunque su edificio tiene unos quince años. Cuatro habitaciones amplias, dos baños, salón y cocina. Tiene trastero y una plaza de garaje. La casa está recien pintada y tiene calefacción central. ¿Qué más se puede ofrecer por 156.000 euros? ¿Un par de fotos? Aquí las tienes.


Así que si estás interesado mándame un correo a lanuevaresistencia@gmail.com, déjame tu número de teléfono y te llamo.

lunes, 25 de octubre de 2010

El último hombre



Hace seis o siete años viajé por Francia durante el verano. Cuando llegamos a Lourmarin dejamos el coche a las afueras del pueblo y echamos a andar entre los campos de cereales o tal vez simplemente en barbecho, a lo lejos unos pinos altos, de esos que aparecen en las películas de Vittorio de Sica. La toscana, la provenza, Murcia, Almería. La luz era la luz cenital de un mediodía de verano. Hoy lo leo en el suplemento El Viajero de El País. Son otras las circunstancias pero el mismo viaje: Reunión de amigos en Lyon, descenso por los Alpes, Orange, siempre siguiendo el caudaloso Rhône desde la plaza de Antoine Saint-Exupery hasta su desembocadura en La Camargue; el castillo de Sade en Lacoste; las tierras rojas de Les Gordes; Picasso, Max Ernst; la casa de Albert Camus que habitó desafiando las supersticiones que tal vez le costaron la vida al autor de la inconclusa El último hombre; los mercados de lavanda; Cezanne; la casa de Rene Char en un pueblo de los alrededores.


Yo había leído Verano, un libro pequeño, pero tremendamente hermoso, cuyo calor me acompañó en mis años oscuros de Sísifo. Ahora cuando leo el periódico recreo aquel viaje. Aquel paseo hasta el cementerio donde estaba enterrado el escritor franco argelino. No tengo fotos de aquellos días, apenas una decena de la primera semana, como si nos hubiera dado pereza retratar lo que tan sólo había de vivir. Ahora no las echo de menos, yo las recreo a mi manera, pongo el polvo maravilloso del camino como una pátina de oro sobre los zapatos, el calor sofocante cercando la sombra de los pinos, la vida cercando la muerte. Al final del camino flanqueado por una valla de piedras desiguales la tumba abandonada de Albert Camus.

De vuelta, puestos de miel, frutas, y puestos también de cerámicas que repetían una y otra vez la forma ovalada del sol convirtiéndose en cigarra.

lunes, 18 de octubre de 2010

Machete, lunes, siete y media de la mañana.


Esta mañana me he comprado un machete y me he inventado una causa.

Así que si te cruzas conmigo más vale que sonrías.


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jueves, 14 de octubre de 2010

a- ha han vuelto

Y yo tengo mis dos entradas para el sábado.



miércoles, 13 de octubre de 2010

Galletas de Norfolk


El otro día mientras paseaba por Norfolk me encontré con una vieja amiga. Hacía años que no nos veíamos, y cuando digo años me refiero a esa sucesión de días uno detrás de otro que van viendo pasar las estaciones una tras otra hasta perder la cuenta.

A mí me sorprendió verla por Norfolk, a ella más verse allí, pero allí estábamos uno enfrente del otro, en una ciudad cada vez menos extraña. Y así, uno enfrente del otro empezamos a hablar, pero dejamos que entre nosotros apareciese una mesa de café, pequeña, de mármol desportillado con dos tazas. Nos pusimos al día de las cosas que creíamos más importantes, de esto y de aquello, de lo divino y de lo mundano, por decirlo literariamente. Así que al cabo de un rato nos quedamos sin palabras, porque éramos amigos pero no tanto como para que el tiempo no hubiera erosionado nuestros lugares comunes. Y cuando pensaba que la conversación había terminado me preguntó si seguía tomando ocho galletas con la leche por la mañana.

Vaya, me dije, pues sí, sí es verdad, ni una más y ni una menos. Ocho galletas, no siete, no seis, imposible nueve, aunque se quede una sola en el paquete.

Y aunque ella se fue pronto -el autobús en el que viajaba seguía su camino hacia Escocia-, la conversación se quedó abierta en mi cabeza de tormentas. Y como Proust me quedé con mis ocho galletas pensando en las supersticiones que hicieron mi infancia y primera juventud más habitable. Girar en la cama siempre en el mismo sentido, ojear las revistas siempre del final al principio, invariablemente, así descubrí en los periódicos que la cultura iba detrás de la televisión pero mucho antes que la política, la camisa de la suerte, la goma de la suerte, el lápiz de la suerte, kilómetros pares en la moto, sonido par en el radiocasette, par y no par, un número y no otro. Y mis ocho galletas, una detrás de otra. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete y ocho galletas deshaciéndose en el vaso de leche con colacao.

Y con eso me quedé, con mis ocho galletas, ni números pares, ni órdenes inversos, ni colores, tan solo mis ocho galletas, que son, como el vaso de leche con magdalenas de mi madre, mi antídoto contra los días oscuros de oscuro porvenir.

jueves, 7 de octubre de 2010

Hurt


La lavadora dando vueltas, en la olla hierve una cabeza de rodaballo, un montón de cebolla y varios tomates maduros hechos trozos. Como no tenía pimentón le he puesto colorante. Un ajo machacado. En seguida habrá que tender la ropa. Leo el correo electrónico. Son las nueve de la noche. Hace cuarenta minutos que he llegado a casa. Inglés. Clases y clases . Después la compra. Las dos compras. Dios mío se ve que algunos días la vida es esto. Mi padre insiste en que si he dado el coche de baja o no lo he dado o que lo haga o que deje de hacerlo, así que le he dicho a mi madre, que es la que se ha puesto al teléfono, que sí, que vale, que el tema está resuelto, bueno, resuelto a mi manera. Y ella pone a las palabras de uno y otro matices que huelen a lavanda, a cuidado, a cariño.

Así que ya son las nueve y diez. Manda unos correos, salta a la comba, maldice a los editores que no te publican, pero maldícelos bien, porque te han abocado al ingrato mundo de los premios. Escribe dos líneas sobre esto, pero no más, no sea que alguno lea esta entrada. Pon música. Notas cómo tú mismo empiezas a darte órdenes. Qué mal huele esto. Tecleas Hurt de Johnny Cash, y coño, tampoco es para ponerse así, pero qué hermosa es esta canción, qué dura, qué terrible. Qué le vamos a hacer, entiendo algunas cosas y vale, las cosas son como son, pero no estoy yo para suscribir esta letra. Pero qué dura, qué terrible, qué hermosa.

Así que apagas la olla donde una cabeza te mira con ojos blancos de expresión cansada. Como si hubiera leído a Dante. Infiernos de hielo. La lavadora deja de girar, la canción termina. Son las nueve y media. Y cierras la mano y guardas tu corazón para aquella de la que no esperas daño.

If I could start again, a million miles away, Iwould keep myself, I would find a way.