7:00 de la mañana. No de una mañana cualquiera, mañana de viernes. Cansado. Me levanto hecho polvo. Anoche no cené. El yogur líquido ha empezado a no hacer efecto sobre mi organismo. ¿Dónde quedaron las ocho galletas en el desayuno? Creo que tendré que retomar viejas costumbres.
8:20 de la mañana. He llegado arrastrándome al trabajo. En serio. He tenido incluso que tomar el autobús urbano porque no tenía claro que mis piernas pudieran arrastrarme hasta aquí, hasta esta mesa donde escribo antes de que empiece mi jornada laboral, para que nadie diga esto y aquello, que ayer no fui a la manifestación, sí, es verdad, pero después quedé a tomarme unas cervezas con unos amigos de mi chica y eso tiene que contar en algún sitio a mi favor.
Aún no son las 8:00 de la mañana. Ahí estoy. Pongo los pies en el asfalto. Rostro gris subacuático, sin colonia, sin mejoras, con un suéter que me está dos tallas más grande y que me he puesto, dios sabe por qué, porque lleva días llamándome desde el fondo de armario. Ven, dice, ven. Como me está grande, incluso antes de comprármelo, he intentado reducirlo, lo he lavado varias veces, lo he sometido a las torturas de la secadora, pero me da la impresión de que el único suéter que encoge en la lava-secadora es el que uno no desea que encoja. He procurado no estirarlo, no lo he colgado en una percha para que el peso no lo ensanche, no lo sobredimensione. Pero nada. Como esta mañana, el suéter me está grande, muy grande y no hay manera de reducirlo.
Ojos grises. Legañas grises. Pasos grises. Pongo, digo, el pie en el asfalto. Aún no son las 8:00 de la mañana, pero qué leche. El chino donde pensaba comprarme un bollicao -no panterarosas, no foskitos, tal vez un dónut-, en honor a los años de mi niñez, está cerrado. Joder. Echo a andar, pero así no puedo. Veo el autobús que pasa. El 5 y lo atrapo como en una exhalación que más bien parece una expiación, perdóname realidad por estar cansado, perdóname por ser yo y salto o doy un respingo y me subo en la plataforma del bus y es entonces cuando caigo en la cuenta de que llevo los auriculares en la bolsa y los saco, pago 1 € al chofer (así, como dice el diccionario) y me pongo la radio y escucho Cousteau, Le comandant de Los Petersellers.
8:20 de la mañana. He llegado arrastrándome al trabajo. En serio. He tenido incluso que tomar el autobús urbano porque no tenía claro que mis piernas pudieran arrastrarme hasta aquí, hasta esta mesa donde escribo antes de que empiece mi jornada laboral, para que nadie diga esto y aquello, que ayer no fui a la manifestación, sí, es verdad, pero después quedé a tomarme unas cervezas con unos amigos de mi chica y eso tiene que contar en algún sitio a mi favor.
Aún no son las 8:00 de la mañana. Ahí estoy. Pongo los pies en el asfalto. Rostro gris subacuático, sin colonia, sin mejoras, con un suéter que me está dos tallas más grande y que me he puesto, dios sabe por qué, porque lleva días llamándome desde el fondo de armario. Ven, dice, ven. Como me está grande, incluso antes de comprármelo, he intentado reducirlo, lo he lavado varias veces, lo he sometido a las torturas de la secadora, pero me da la impresión de que el único suéter que encoge en la lava-secadora es el que uno no desea que encoja. He procurado no estirarlo, no lo he colgado en una percha para que el peso no lo ensanche, no lo sobredimensione. Pero nada. Como esta mañana, el suéter me está grande, muy grande y no hay manera de reducirlo.
Ojos grises. Legañas grises. Pasos grises. Pongo, digo, el pie en el asfalto. Aún no son las 8:00 de la mañana, pero qué leche. El chino donde pensaba comprarme un bollicao -no panterarosas, no foskitos, tal vez un dónut-, en honor a los años de mi niñez, está cerrado. Joder. Echo a andar, pero así no puedo. Veo el autobús que pasa. El 5 y lo atrapo como en una exhalación que más bien parece una expiación, perdóname realidad por estar cansado, perdóname por ser yo y salto o doy un respingo y me subo en la plataforma del bus y es entonces cuando caigo en la cuenta de que llevo los auriculares en la bolsa y los saco, pago 1 € al chofer (así, como dice el diccionario) y me pongo la radio y escucho Cousteau, Le comandant de Los Petersellers.
Dios mío, es de nuevo Hoy empieza todo de radio 3 y sale el sol.
2 comentarios:
Oh, me encanta esa canción. Y además es muy buena para remediar un mal comienzo de día. Estupendo.
Un saludo.
Hola Conde Niño. Pues sí, creo que en todos los colegios se tendría que cambiar el timbre por la canción Cousteau, le comandant de Los Petersellers. Seguro que todo iría mejor. Yo martirizo a mis compañeros de trabajo a primera hora y luego para terminar les pongo a las Christina Rosenvinge y nos vamos tan felices.
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