miércoles, 21 de marzo de 2012

DE CÓMO TERMINÉ EN LA CÁRCEL Y DE LAS ENSEÑANZAS QUE SAQUÉ DE ELLO


(ENERO DE 1995)
CURSO 2007-2008. 3º E
 
Eran las cinco de la tarde y el supermercado acaba de abrir. El dependiente miraba de reojo a una pareja de muchachos que observaba los tarros de gominolas. Ella era rubia, pequeña, él moreno. Ella lo llamó Antonio y Antonio la llamó Ainara. Se habían fugado la clase de no sé qué y andaban por las calles del pueblo. Dos estanterías más atrás andaba yo liado con mis cosas, aunque ellos no podían verme ya que nos separaba una pila de botes de tomate frito. Actuaron rápidamente. Ella le preguntó al dependiente, por demás jefe de la tienda, si tenía cambio y cuando el hombre se giró Antonio cogió ágilmente, con la habilidad del acto repetido, cuatro o cinco chicles de menta y dos de fresa ácida, los favoritos de ella. Cuando el pobre hombre vino a darse cuenta de que le habían tomado el pelo la pareja ya andaba camino del párking.

Escuché cómo maldijo en arameo a los chicos y cómo descolgaba el teléfono para llamar a la policía y me apiadé de él. Decidí interrumpirlo, me di cuenta de que era el momento oportuno para poner en práctica mis conocimientos adquiridos durante tanto tiempo de disciplina. Ya iba para tres años que seguía el curso de “SEA USTED UN DETECTIVE SECRETO”. Aún recuerdo la emoción que experimenté al desenvolver el primer fascículo y desprenderlo del engorroso plástico que lo protegía. “PRIMERA LECCIÓN -leí- No le diga a nadie que está usted haciendo este curso porque de hacerlo ya no será un detective secreto”. Así que había estado durante tres años cultivando el noble arte de la investigación secreta en el más absoluto silencio. Pero ahora era mi oportunidad. Me dirigía a hablar con el dependiente cuando de la sección de productos frescos apareció otra pareja de individuos bastante sospechosos. Sherlock Bastian y su ayudante, el querido Willi-Watson. Bastian fumaba una extraña pipa que no echaba humo sino pompas de jabón de colores irisados y Watson llevaba un reloj que miraba continuamente para anotar con pulcritud inglesa la hora de los hechos.


-No diga nada –dijo Willi-Watson-. No hace falta que usted nos diga lo que ha pasado. Aquí se ha perpetrado un robo.

-Efectivamente, querido Willi-Watson –dijo Sherlock Bastian-. Efectivamente. Aquí ha sucedido un crimen, un robo que no debe quedar impune.

El dependiente los miró asombrado. ¿De dónde habían salido estos dos individuos? No creía recordar que el supermercado tuviera una sección de disfraces y, sin embargo, estos dos hombres iban indudablemente disfrazados de caballeros ingleses del siglo XIX o del XVIII, o de más tarde, quizás. Empezaron a mirarlo todo con una lupa enorme que acercaba las cosas hasta convertirlas en monstruosidades irreconocibles.

-Eran dos -dijo Willi-Watson.

El dependiente estaba a punto de entrar en cólera. Claro que eran dos, no hacía falta ser una lumbreras para saber que eran dos, no te fastidia, pensó, si han estado casi cinco minutos dando vueltas cerca de la caja. Vaya par de elementos, volvió a pensar, a estos los echo yo a la calle ahora mismo, como que me llamo Moriarty. Y dicho y hecho. Sacó la escoba y empezó a darles golpetazos hasta que salieron de la tienda, pero en la carrera echaron mano al bote de los chicles llenándose los bolsillos.

Aunque parecía imposible volvió la calma al supermercado y vi que era de nuevo el momento de presentarme para acabar con aquella situación. Pero otra vez el azar me lo impidió. Un grupo de chicas entraron por la puerta. Era la temible banda de las hermanas Romera, una morena y otra rubia, las dos recién llegadas de Madrid. Llevaban dos tatuajes, uno en cada brazo, en el derecho un corazón partío con una lágrima, en el otro una piscina. Estaban malencaradas. Una de sus secuaces, una morena pequeñita, iba detrás, a dos metros, con su pelo lacio ocultando uno de sus ojos extrañamente bellos. Se llamaba Laura Brown por lo que pude escuchar. Tocó en el hombro a Jessica Sin Tilde, el otro miembro de la banda, que en ese momento se estaba retocando las uñas, al ver que el dependiente había entrado en la trastienda para guardar la escoba, así que no se anduvieron por las ramas y echaron mano al bote de los… pepinillos y después al de los chicles y a correr.

Aquello parecía ya una escena cómica, el pobre dependiente viendo cómo poco a poco iban disminuyendo los chicles y ahora además los pepinillos, y nadie hacía nada y lo que era peor, nadie pagaba nada y claro, esto tenía que pagarlo alguien, pagarlo económicamente o incluso con la cárcel. Los empleados del supermercado se dieron cuanta de lo que estaba sucediendo y empezaron a cachondearse de su jefe. En la sección de verduras, colocando las zanahorias, había un chico al que habían contratado hacía poco, era simpático y tenía un acento gracioso que parecía convertir todas sus palabras en chistes. En el pasillo de los productos frescos estaba el otro empleado, el Huevo, que lo miró y le dijo a su jefe que lo que tenía que hacer era sacar más chicles y no quejarse tanto, que no se iba a arruinar por cuatro chicles de nada. El dependiente, es decir, el jefe, asintió con la cabeza convencido por las palabras del Huevo y de Pawel, que así se llamaba el otro chico, y entró de nuevo en la trastienda para reponerlos y en ese momento dejaron los dos lo que tenían entre las manos y corrieron al mostrador y robaron todos los chicles que quedaban, pero al ver que entraban por la puerta dos agentes de la policía metieron los chicles en los bolsillos de mi chaqueta y me empujaron contra los botes de tomate sobre los que caí al tropezar con mi amiga Marta, que me había acompañado ya que no me venía mucho al trabajo, y caí perdiendo la consciencia. 

Lo siguiente que recuerdo fue que estaba en comisaría. Tenía las manos esposadas. La inspectora Lola no atendía a mis palabras. Yo intentaba explicarle que sólo estaba allí mirando y que había sido testigo de todo, pero parece ser que los chicles en el bolsillo de mi chaqueta eran para ella una prueba más que suficiente. Cada vez que intentaba hablar las dos agentes que me custodiaban, la capitana Carrión y la sargento Garnés, me daban pescozones con los nudillos, y tal era el dolor que decidí no seguir hablando. Estaba claro que mis conocimientos de detective secreto no iban a servir de nada en esta situación, entre otras cosas porque no podía demostrar que lo era, ya que si era detective secreto, pues eso, que era secreto, y claro era un rollo, porque de no haber sido secreto habría llevado un carné o algo por el estilo que dejara claro quién era y a qué me dedicaba, en cambio, lo único que llevaba era el carné del vídeo club, y entre lo de los chicles y el mal gusto que había tenido al sacar las últimas películas, la comisaria decidió meterme en la cárcel sin posibilidad de juicio, y además me advirtió de que si me buscaba abogado no dudaría en meterme en una celda con Manolo, un buen hombre que no dejaba de repetir lo mismo mil veces. 

Así que aquí estoy. En esta celda. Hoy es el día diez del mes de enero del cuarto año que paso en la cárcel. Y he decidido escribir mi historia para que ningún incauto la repita, para avisar a quién la lea de que uno no puede quedarse quieto viendo cómo se comete un delito, que, como me ha enseñado la vida, es mejor sumarse a los delincuentes que quedarse pasmao. Y aquí quiero poner punto final a mi relato. La limpiadora, una chica maja, que se llama Sandra, me ha pedido que levante los pies para pasar el mocho, parece que tengo nuevos compañeros en la celda y tiene que estar todo limpio. Mi última compañera de celda era una tal Ana Belén que estaba todo el santo día leyendo, dios mío, qué aburrida. Los de ahora me parece que leerán lo justo, un tal Pedro y su compinche Juan Carlos, que se dedicaban a pinchar las pompas de los chicles a los niños en la puerta del colegio, por lo que los han encarcelado. Pobres muchachos. Han elegido el buen camino, el camino del mal que yo tanto deseo, pero claro es que ellos no llevan en su cabeza a pepito grillo, a esta muchacha con la que yo hablo en las largas noches de oscuridad y que me dice, poniendo morritos de bailar en la tarima de la disco, ay, Antonio, eso no está bien, ay Antonio, que te pierdes. Yo la llamo Ana, y me sirve de consuelo en la soledad, como una conciencia portátil. 

Bueno, y aquí termino. Querida María Fernández, a ti de dejo el encargo de que si me pasara algo leas en un futuro, tal vez en junio de 2008, a mis alumnos de entonces esta historia para que no la repitan, para que sepan que si eligen el camino del bien, tal vez, para su desgracia, terminen como profesores de Lengua Castellana y Literatura, que he empezado yo a tomarle gusto a esto y a lo mejor me saco la carrera aquí en la cárcel y quién sabe si luego apruebo las oposiciones y finalmente me destinan a Fuente Álamo.

1 comentario:

Dyhego dijo...

Antonio:
Si quieres te mando un bocadillo con una lima dentro...
Saludos fuentealameros.