Recuerdo una película de Abbas Kiarostami. Estábamos sentados en el escarpado patio de butacas de la sala dos del antiguo cine Salzillo. Había arrastrado a un grupo de amigos a ver la película. Y aquello se hizo interminable. Yo veía los movimientos de sus piernas, los golpecitos contra el respaldo de la butaca, sus posturas imposibles. Fue a la cuarta o quinta llamada telefónica que recibe el protagonista -que ha ido a un pueblo remoto, creo recordar, a grabar los funerales de una anciana, que por otro lado no termina de morirse-, cuando alguien se levanta y se va posiblemente al baño a fumar, otro dice que hasta aquí hemos llegado, una pareja de entonces me censura con su mirada encendida, en fin. Es verdad que cada llamada de teléfono suponía entre cinco y diez minutos de filmación a tiempo real, veías al protagonista correr hasta el coche, abrir la puerta, acomodarse en el sillón, meter la primera, acelerar, saltar con el primer bache, con el segundo, con el tercero, ves los campos de cereales, escuchas el trigo azorado por la velocidad del todo terreno, las avispas, sientes el polvo diez minutos, cambia de marcha, emprende la última rampa, vuelves a saltar, frena, para el motor, desciende, cierra la puerta, y aún permanece ese alguien al otro lado de la línea, sabedor seguramente de las dificultades para comunicar en este terreno donde no existen ni las antenas de repetición ni las elipsis temporales.
Y no puedo evitarlo. Qué cosa más bella, más singular, más humana.
1 comentario:
Hola Antonio!
No todas las personas están preparadas para ver las películas de Kiarostami. Es un cine solo apto para paladares exquisitos. Supongo que tus amigos se estarán acordando todavía de la faena que les hiciste al llevarlos al cine. Un abrazo.
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