(Lectura en el ciclo Los Lunes Literarios.
19 de noviembre de 2012).
19 de noviembre de 2012).
Como
en una película de Woody Allen siempre me imagino a mis padres llevándome al
médico, preocupados, porque el niño lo mira todo raro, no dice cosas coherentes
-le comentan al doctor-, ha dejado de hablar en prosa y a veces en ocasiones ni
se le entiende, aunque habla con una determinación meridiana. Es el remedo de
una escena de Woody Allen, donde aparece de niño, cabizbajo, en el médico
porque el mundo se expande, hasta que el facultativo le hace ver que eso es
verdad, pero que él está en Brooklyn y que Blooklyn no se expande. Así que aún
veo a mis padres sorprendidos cuando, apuntando sus gafas una vez más con
el índice sobre el puente de su nariz, el doctor dictamina que su hijo está
enfermo de una extraña y anacrónica dolencia llamada poesía.
Todo
en mi vida anda liado con los libros. Desde hace unos diez años, por ejemplo,
llevo una lista en la que apunto los libros que leo cada mes de cada año. Así
sé que me pasó esto o aquello porque recuerdo que leía Mañana en la batalla piensa en mí de Javier Marías, o Casi una
leyenda de Claudio Rodríguez, o intentaba cantar los versos llenos de
música que compuso Clara Janés en Kampa para que pudiera entenderla el
poeta Vladimir Holan del que había caído en una babel de enamoramiento o
recuerdo que me pasó aquello mientras me apabullaba la visión de las dos
Alemanias de La Avenida del sol de Thomas Brussig, o me mareaban los
cuentos de Kjell Askildsen, o deseaba escribir de nuevo contagiado por la
impresionante poesía de Eugenio de Andrade, de Katleen Raine, de Anne Carson,
de Olvido García Valdés. Cambié, en un momento de mi vida, que sólo ahora
podría datar con un libro, las fechas por las lecturas. Y así me va hasta
ahora, siempre más lector que autor, pero con cierto orgullo también por esta
casa de palabras donde anidan mis poemas.
En
esa casa andan la vida y la lectura a la par. Y se confunden a ratos y se
explican la una a la otra y se complementan o discuten y no se encuentran. Es
la poesía como un hilván, que a veces une, pero del que sería muy fácil tirar
deshaciendo la costura.
Mi
relación con la poesía es interrumpida, viene y va, como Perséfone, la
portadora de destrucción. Relata Robert Grave cómo su madre, Deméter, pierde la
alegría cuando le arrebatan a la joven aún llamada Core. Hades se enamora de
Core, y la rapta y se la lleva al Tártaro, un mundo de sombras bajo la tierra.
Su madre la busca durante nueve días y nueve noches, sin comer ni beber,
llamándola infructuosamente. Oye de madrugada alguien gritando
"Violación", "violanción", pero al apresurarse a rescatarla
no ha encontrado ni rastro de ella. Sin embargo, como apunta, en su
hermoso libro Averno, la poeta norteamericana Louise Glück, Hades es un
dios enamorado -si sirve esto en su defensa-, que desea desposarla, que ha
creado un mundo para ella, donde ella pueda ser feliz.
Mientras,
Deméter ha secado los campos y los árboles no dan frutos, tal es su ira. Si no
devuelves a Core,-le dice Zeus a Hades- estamos todos perdidos. Así que le
permiten recuperar a su hija a condición de que no haya probado el alimento de
los muertos. Pero lo ha probado, apenas unos granos de una granada del jardín y
quizás movida por la alegría de saber que regresaba con su madre, de tal manera
que Deméter no tiene más remedio que llegar a un acuerdo en el que su hija
Core, con el nombre de Perséfone, deba pasar tres meses al año en compañía de
Hades como Reina del Tártaro, y los nueve meses restantes con ella haciendo que
los campos florezcan.
Y
así ando yo con la poesía, unas veces como esa madre que busca a su hija, que
anhela encontrarla, que espera la llegada, que se impacienta cuando intenta
escribir y no puede, pero también como el amante que ha aprendido a ser
paciente y a leer y a hablar de las cosas con amor a la espera de que un día
abra la puerta del pequeño patio y se adentre de nuevo en la casa.
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