viernes, 21 de marzo de 2008

De Morales y Santa Águeda




La lírica en el MUBAM
28/02/08

De un tiempo a estar parte me atosiga, casi a diario, la idea de escribir algo sobre De Morales. Hasta cierto punto es natural que se pregunten por la relación que me une a De Morales, qué historias, extrañas o no, quién sabe, nos vinculan en el espacio y en el tiempo concreto de esta sala. Quizás ahora haya encontrado el momento de escribir sobre él y de contestar a su pregunta. Han pasado apenas unos días de la festividad de Santa Águeda, el cinco de febrero “Estoy en medio/ de la fiesta y ya casi/ cuaja la noche pronta de febrero”, como dice Claudio Rodríguez. Una fecha si no capital para nuestra historia –la de De Morales y la mía- sí de cierta relevancia. Momento oportuno, creo, para empezar a desbrozar algunos hechos.

Es de una novela de James Ellroy de donde se desgaja De Morales y echa a andar por nuestra realidad. En la página 53 de la edición argentina de La dalia negra, aparece en segundo plano, detrás del agente de policía que acordona la escena del crimen, un hombre extrañamente normal, con camisa a cuadros de color verde y marrón –conviene precisar que en las novelas negras de Ellroy ya está el color, un color sincopado, rápido, lleno de elipsis, pero color a fin de cuentas-. Se deja De Morales una ligera barba que esconde un rostro bondadoso, que en nada conviene al oficio e intenciones del personaje, sin embargo, la mirada es de un conocimiento conspicuo de la verdad y de la mentira del hombre. Por otro lado sufre una cierta, pero perdonable, tendencia a la obesidad, dice él, yo diría a la beatitud, que no hace sino acentuar esas formas normales de héroe camuflado, de antihéroe moderno.

De Morales es un hispano que ha pasado por la escena del crimen de forma azarosa. Ni él mismo podría saber que allí, tal vez unas horas antes se iba a perpetrar un asesinato. Es en la parte de atrás de unas casas dudosas, en los arrabales de la ciudad, en la cuneta de una carretera. Ahora, es decir en el momento en el que De Morales está dispuesto a desgajarse de la novela de Ellroy, un olor fuerte, desagradable, pero humano, cruza los escasos metros que separan el cuerpo sin vida, cruelmente asesinato, mutilado con una saña visceral, de los curiosos que se amontonan sin rebasar el cordón de la policía. En un movimiento paralelo al de los ojos del inspector que intenta asentar las primeras evidencias del suceso, De Morales observa que el cuerpo tendido, con la cabeza desfigurada, con los pechos cortados, el vientre abierto, presenta ciertos indicios que podrían delatar un modus operandi determinado. Está claro que éste no ha sido el lugar del crimen, el cuerpo ha sido dejado aquí, hace ya unas horas, la ropa está sucia, hecha jirones. Con esto De Morales tiene suficiente. El inspector de policía también. Anota en su cuaderno varios datos y se acerca a la tienda de comestibles de enfrente para llamar a la central.

De Morales ya ha abandonado la página. El narrador se ha quedado en la escena del crimen y después se ha montado en el coche patrulla para ir a comisaría, aunque más tarde, como en un efecto de Deus est maquina, ha levantado el vuelo, poco a poco, mientras el coche avanzaba y se ha quedado ahí, en un espacio intermedio entre la ficción y la realidad.

Fue, en realidad, en esa realidad, al principio como una imperfección tipográfica, como en los libros antiguos, cuando una e, por ejemplo, queda desplazada ligeramente sobre la línea del texto. Ese es el inicio de De Morales y por consiguiente de nuestra relación. Un error del tipógrafo. Al día siguiente, al despertar sentí curiosidad por ese personaje. La noche anterior se hizo tarde y leía de una forma cansada, cuando dejé el libro sobre la mesilla. Fue al despertar cuando recordé a De Morales en la escena del crimen. Luego busqué en las páginas que preceden al cordón de tela que separa el mundo de la novela en dos. Lo ya leído por un lado y por otro lo por venir. Pero ya no estaba. Releí despacio, miré por las calles de servicio, entré en la tienda de comestibles donde un muchacho despistado mordía una manzana y observaba a través de las cristaleras cómo un juez levantaba el cadáver. Nada.

Al despertarme, como no sucede en un cuento de Monterroso, De Morales ya no estaba allí.

Fue unas semanas después cuando volví a tener noticias de él. Me llamó por teléfono. Me hablaba con naturalidad, como con una amistad traída de largo. No supe, no quise, desdecirlo. Y hasta ahora.

Yo sé que a estas alturas se preguntarán no ya qué tiene que ver De Morales conmigo, sino que qué tiene que ver con Santa Águeda y en última instancia con ustedes, con vosotros.

Y lo cierto es que todas estas preguntas serían pertinentes y no estarían de más si no fuera por el detalle de que en realidad esta reflexión sobre el cuadro se debe más a De Morales que a mí mismo. Fueron sus palabras las que alimentaron mi investigación desde el inicio, porque de entre todas las cosas que podía haber dicho simplemente dijo de forma tajante: “Este cuadro es falso”.

Era otoño y recibí el ofrecimiento de Santiago Delgado de hacer una exposición sobre un cuadro, de una manera subjetiva, una mirada de un espectador curioso, diferente, tal que yo. Me daba a elegir entre los cuadros del fondo del Museo. Y una tarde aún calurosa, llegué hasta el edificio y me dispuse a entrar. Sin embargo, estaba cerrado por las obras que acometían una serie de operarios con la finalidad de adecuar el Mubam a la exposición de retratos venidos de El Prado. Llamé a Santiago. Al final se había brindado a dejarme su catálogo, pero no concretamos más ya que en ese momento estaba en los toros y no quería perder detalle de la faena. Llamé a De Morales. Con alguien tenía que consolarme. En seguida cambió mi pesadumbre en aventura. Son tantos los placeres y los disgustos que me da que he llegado incluso en el colmo de la inverosimilitud a pensar que De Morales es sólo un trasunto de mí mismo. De Morales no estaba en los toros. Estaba en su casa. Una especie de guarida en las últimas estribaciones del embalse de Santomera. Además me dijo que conocía parte de los fondos del museo y que no sólo eso sino que tenía el catálogo. Nos vimos la tarde siguiente. Hojeé el catálogo, buscaba alguna imagen especial, miraba las técnicas, los tamaños, no me fiaba del todo de los colores –recuerden que mi padre es impresor-. Había cuadros hermosos, curiosos, interesantes. Pero de pronto vi lo que estaba buscando. Santa Águeda. Un óleo sobre tabla del siglo XVI, anónimo, pero no sé por qué pensé en seguida en un artesano oriundo de Valencia, tal vez por otras imágenes que había visto con anterioridad. No era muy grande, 64x54 cm, modesto, recatado, inocente en su facturación. Me convenía, podría dejar volar mi imaginación sin demasiados impedimentos formales o técnicos. Sin embargo, De Morales fue tajante:

-Pero si tú no sabes nada de pintura.

-¿Y? –expuse como único argumento plausible.

-¿Te pagan? –rebatió mi argumento como buen gallego-. En ese caso deja bien claro que tú eres escritor, que lo que van a oír son las palabras de un escritor.

-Un poeta –puntualicé yo de forma digna.

-No seas pedante –me cortó.

La verdad es que no supe qué decir y lo interrogué con un silencio que él interpretó como la vacuidad de un escritor sin argumentos, de uno de esos poetas del silencio. Seguidamente añadió de forma igualmente tajante:

-Además este cuadro es falso.

-¿Pero hombre -le insinué para no molestarlo- no crees que te precipitas en tu juicio?

De Morales tiene entre otras menos acentuadas algunas aficiones curiosas, como tocar la flauta dulce, coleccionar dvds de cine negro, pero no sabía yo su afición a datar y verificar obras plásticas del Renacimiento. Rápidamente, antes de incurrir en otro error de pardillo, evoqué una conversación que habíamos tenido meses antes sobre un poema de Ana Rosetti, de su libro Devocionario, donde se reveló como curioso incondicional de la hagiografía y en concreto de La leyenda áurea de Jacobo de la Vorágine.

No sé por qué hablamos de Ana Rosetti, tal vez porque estuve ordenando unos recortes de prensa. Me encontré con un recorte antiguo, una foto y una nota a su pie, breve: “Ana Rosetti, en las Torres –decía-. La escritora Ana Rosetti ofreció ayer una conferencia con motivo de la celebración de la Semana de la Mujer. Rosetti, que fue presentada por Cristina Morano, ha decidido que los beneficios de su última obra, “Mujer al alba”, sean para Amnistía Internacional.”


En ese poema Ana Rosetti habla del terror infantil ante la lectura de las vidas de los santos, distracción de las siestas de verano y aspiración martirológica de una niña de provincias:

MARTYRUM OMNIUM


Queridos compañeros de la infancia,

lecturas prohibidísimas,

cuando toda la casa sucumbía

al ardor del verano –detrás de las persianas

la siesta había invadido y deshecho

y ningún albedrío velaba en la penumbra-

rehusando la prudencia yo os buscaba.

En mi regazo todos, puntual asistía

a la cruel peripecia del martirio.

Seductoras palabras: garfios, escorpiones,

erizados flagelos, pez hirviente…

mi cabeza inclinada en ellas zambullía

su turbio sobresalto,

se manchaba del púrpura más vivo

demandando tan alto privilegio

de rodar cercenada salpicando baldosas.

Hasta que, al fin, mi frente

al premioso designio de los sueños

rendía su salario

y feroces legiones venían a matarme.

Chocaban sus escudos,

de barnizado cuero las cintas golpeando

los más hermosos muslos que jamás había visto

y las flotantes capas desde los rudos hombros

henchían su carmín.

Y esperaba que en el momento justo

cuando la espada hundiera su liso resplandor

en mi virginal pecho, el concierto de ángeles

exacto irrumpiría y un diluvio de luz

del cuarto borraría las paredes

sin que se dividiera la muerte del arrobo.

No me atreví jamás

a mirar en el Año Cristiano

sin tener junto a mí la colcha azul celeste

adecuado atavío para abrazar la palma

y la doble azucena, que, seguro

esa tarde sin falta alcanzaría.

Devocionario

Ana Roseetti

Me imagino a Ana Rosetti leyendo la vida de Santa Águeda, fascinada, entre la muerte y el arrobo, como dice en su poema. Y allí (y entonces) De Morales me fue relatando la vida de la mártir con sus variantes:

Tanto Palermo como Catania, unidos por la carretera que bordea la costa de Sicilia, se disputan su procedencia, aunque parece más aceptada la segunda.


Ágata o Águeda, “la Buena”, “la Virtuosa”, era una joven de familia distinguida que disfrutaba de una belleza singular, lo que de alguna manera fue su perdición, algo así como Betty Short, la Dalia Negra, de la novela de Ellroy, una joven hermosa de cabello extrañamente oscuro.


El senador, gobernador o procónsul, según las fuentes, Quintianius (aunque también aparece como Quintianus, Quinizano, Quinciano…) se encapricha de la joven y se aprovecha de la persecución que el emperador Dacio promueve contra los cristinos para intentar que su propósito de gozar de la joven llegue a buen puerto, pero la joven se resiste. Así, la pone en manos de Afrodisia, con la intención de que ésta la convenza. Pero al ver que no consigue nada la envía a un lupanar, para poner a prueba su virginidad, pero la joven, encomendada a su amor a Cristo la conserva. Así que finalmente decide torturarla, la cuelga cabeza abajo, la azota y ordena que le corten los senos. Parece ser que en ese momento la Santa que no temía al martirio le pregunta al procónsul si no le da vergüenza torturar en una mujer el mismo seno con el que de niño se amamantó. Pero parece ser que el tal Quintianius no se vio muy afectado por esta frase. A lo mejor los senos de una nodriza no eran tan valiosos como los de una madre. En una visión San Pedro cura sus heridas y el senador o procónsul hastiado ordena que la arrojen sobre carbones al rojo vivo, según unas versiones, o sobre planchas de hierro incandescente, según otras, lo cual no altera mucho los hechos.

Pero no queda ahí la cosa, puntualizó. Al año de su muerte el volcán Etna entró en erupción amenazando a los habitantes de Catania, que se salvaron gracias a la intercesión de la Santa.

Aquí y allí había ido haciendo incisos De Morales, citando fuentes como La Leyenda Dorada, citada anteriormente, y algunas otras Vidas de Santos. Después nos quedamos un rato en silencio. La historia, pese a los tiempos y a la simpleza de su argumento, no dejó de conmocionarnos, incluso, de incomodarnos.

Solo conocemos con certeza histórica el hecho y la fecha de su martirio y la veneración pública con que se le honraba en la Iglesia primitiva. Esta falta de información hace que la imaginación disponga los hechos de las formas más terribles, como en la novela 1984 de Orwell, donde al final del pasillo está la celda de los castigos de la que nadie sabe nada y donde cada uno proyecta sus fobias.

Unos días después, ya solo, intenté poner orden en mis notas para empezar a redactar lo que sería mi ponencia, mi reflexión a partir del cuadro y sobre el cuadro. Todavía me incomodaban los gritos de alegría de la santa al expirar dando gracias a Dios, o la crudeza de la tortura. Sin embargo todo eso no estaba en el cuadro del Museo. Eso había sido elidido. “Ese cuadro es falso”, recordé que había dicho De Morales. “Es falso”.

Busqué alguna información sobre la santa y encontré algunas cosas curiosas. Por un lado, sus atributos se habían configurado como una imagen protectora de las mujeres, se recurre a ella para los males de los pechos, para su protección en los partos difíciles, para los problemas con la lactancia, por ello es la patrona de las enfermeras, pero también como protectora contra el fuego, incluso en Sicilia, en épocas de crisis social y económica, se la ha invocado para salir indemne de pestes, terremotos o la furia del Etna.

Continuaba en la época cristiana, solapando tal vez dos creencias, con la tradición del culto a Juno Lucina, que ayudaba a las mujeres en el parto, y con las matronalias, esas fiestas que celebraban los romanos y en las que recordaban la paz establecida con los sabinos, cuando las mujeres de estos se interpusieron entre sus padres y sus nuevos maridos, restaurando así la concordia entre ambos pueblos, y que los romanos celebraban honrando a Bona Dea, la diosa de la Fortuna, en un tiempo sagrado en el que se invertía el orden social y las mujeres mandaban sobre los hombres, incluso pudiendo tomar la iniciativa en el plano sexual sin limitación alguna. O incluso con la diosa egipcia Isis, diosa de la fertilidad y de la maternidad.

De alguna manera, que sólo podía ser azarosa, las piezas de los últimos días empezaban a encajar. Ya no me parecía tan fortuito que hubiera reparado en aquella foto donde están (de izquierda a derecha) mi mujer, Pepa Murcia, una Ana Rosetti transfigurada en diosa benefactora de las mujeres y yo.

Recordé un poema de Claudio Rodríguez, al que ya he aludido al inicio veladamente, El baile de Águedas, del libro Conjuros en mi vieja edición de Desde mis poemas de la editorial Cátedra y que tenía curiosamente anotado con unas referencias al río afluente del Duero, pero también con la alusión a la mujer que pertenece a cofradía de Santos Águeda.

Al volver a leer el poema cobró un sentido nuevo. De pronto allí estaba la voz joven y fecunda del poeta participando, de esa forma tan sencilla que tenía de desnudar las cosas, en el baile de águedas castellano, bien a lo vivo. Después del gobierno de las mujeres, y del baile sólo para ellas, viene el otro baile, al que alude el poeta, el “Baile de Aguedillas” donde ya bailan todos, los casados, las solteras, los mozos. En el inicio del carnaval, en el inicio de la primavera, después de la candelaria, como nos relata Julio Caro Baroja en La fiesta de Santa Águeda.

Veo que no queréis bailar conmigo

–dice Claudio Rodríguez-

Y hacéis muy bien. Si hasta ahora

No hice más que pisaros, si hasta ahora

No movía al aire vuestro estos pies cojos.

De Morales sonrió por teléfono al día siguiente. En voz baja, por supuesto, siempre tenía y tiene la equívoca impresión de que lo escuchaban, de que sus palabras podrían estar intervenidas a lo largo del hilo telefónico. Sin lugar a dudas estaba convencido de mi ingenuidad y le sorprendió que hablara de Justina del Marqués de Sade. Desde el inicio de este proyecto he recordado a la pobre Justina y los infortunios de su virtud. Julieta y Justina quedan huérfanas y cada una decide tomar un camino. Julieta elige el camino aparentemente fácil, el de los amantes, algo así como una Manon Lescaut que ama la vida y es proclive a los favores. La pobre Justina elige la virtud, y guiada por ese deseo de hacer lo que está bien sufre las maldades de los hombres, que como ese cónsul romano, abusan de su ingenuidad en incontables ocasiones, llevando a Justina, después de una serie de avatares, a la cárcel para ser ajusticiada. Es entonces cuando coincide con la señora de Lorsange, que reconoce en la historia de la pobre muchacha a su hermana a la que hace tanto tiempo que no ve. Ni en ese momento Sade le permite ser feliz. Las últimas páginas de Justina o los infortunios de la virtud, son de una desazón terrible.

Su hermana intercede por ella y la salva. Justina por fin vive en la paz que se merece:

“Y aunque se empeñaban en asegurarle –dice el narrador- que todos sus problemas se habían terminado y ya no tenía por qué preocuparse de nada, no lograban serenarla… Era como si aquella triste criatura, únicamente destinada a la desdicha, sintiendo aún la mano del infortunio suspendida sobre su cabeza, previera el último golpe que iba a aniquilarla…

Todavía estaban en el campo… El verano se hallaba a punto de terminar, y habían proyectado dar un paseo que la amenaza de una horrible tormenta parecía dispuesta a impedir… El excesivo calor había obligado a dejar abiertas todas las ventanas…

De pronto brilla un relámpago y empieza a granizar… El viento silva con fuerza y el fuego del cielo agita las nubes, sacudiéndolas de manera terrible… Era como si la naturaleza, hasta de su obras, quisiera confundir todos los elementos para obligarles a adoptar nuevas formas…

Aterrada, la señora de Lorsange ruega a su hermana que cierre todas las ventanas lo antes posible, y con el afán de tranquilizarla, Teresa (Justina) corre hacia ellas, porque la fuerza del huracán está a punto de romperlas… Por un momento, se empeña en luchar contra el viento que la empuja… Y de pronto es derribada por un rayo en medio del salón.

…El rayo le ha entrado en el seno derecho y, tras haber consumido pecho y rostro, le ha salido por el centro del vientre…”

Entonces la hermana, comprende que está en pecado, deja a su amante e ingresa en un convento de las Carmelitas de París, “donde por su piedad, sensatez y moderación de costumbres, en breve se convierte en ejemplo de todas ellas”

Y termina Sade:

“Y vosotros, los que llorasteis ante los infortunios de la virtud y compadecisteis a la desdichada Justina, disculpando las tintas, quizá un poco demasiado cargadas, que nos hemos visto obligados a emplear, ¡ojalá saquéis al menos de esta historia el mismo fruto que la señora de Lorsange!... ¡Quiera Dios que os convenzáis con ella de que la verdadera felicidad radica exclusivamente en el seno de la virtud y de que si, con intenciones que no nos corresponde averiguar, Él permite su persecución en la tierra, es para resarcirla con las más halagüeñas recompensas del Cielo!”.

Palabras que debemos tomar, una vez leída la novela, con el mismo valor de ambigüedad que usara en la Edad Media el Arcipreste de Hita para disculpar los excesos de su libro, concluyó De Morales.

Seguidamente me invitó a fijarme en el cuadro del mubam, en esta tabla que tenemos a nuestra espalda, Santa Águeda, y lo volvió a decir: “Ves, es falso”.

A mí me había extrañado desde el inicio la placidez de la santa, la cabeza inclinada en paz, la palma del martirio, los trazos sencillos de la mano, las formas redondas, plácidas. Al buscar otras representaciones de Águeda me encontré con el cuadro de Francisco de Zurbarán, donde aparece la santa en una postura similar, esta vez de pie, con la cabeza ligeramente inclinada, vestida con los atuendos propios de la época del pintor, como una mujer que en mitad de la noche avanza con unas vituallas para el duermevela por los salones de casa. No hay dolor en ninguno de los dos casos. De hecho si viéramos los dos cuadros desnudos, sin cultura, veríamos una escena armoniosa, equilibrada, de la vida diaria de unos personajes necesariamente intrahistóricos.

Pero no son los únicos, puntualizó mi amigo, no son los únicos cuadros que representan a la santa. Busca. Y encontré otras obras como el Martirio de Santa Águeda de Giovanni Battista Tiopolo con la santa pálida, mirando hacia el cielo, esperando la intercesión de Cristo, una joven le cubre los pechos con un paño que no puede contener la sangre, en una bandeja otra muchacha lleva los pechos, detrás el verdugo, lleno de movimiento, los brazos musculosos, la decisión, la mirada hosca.

Así aparece también en el cuadro de Sebastiano del Piombo. Un momento antes. Los dos verdugos torturando a la santa: Seductoras palabras: garfios, escorpiones, / erizados flagelos, pez hirviente…, habíamos leído en Rosetti. Y en primer plano, sobre una piedra perfectamente tallada la amenaza del cuchillo, la amenaza inminente, llena de todo el sadismo que podamos concebir, los espectadores, su pasividad.


Algo más me costó encontrar una imagen, que según las enciclopedias era frecuente a la hora de representar a la santa, se trata de Santa Águeda visitada en la cárcel por san Pedro y el ángel de Giovanni Lanfranco. Es el momento en el que el apóstol sana a la joven en un sueño. Otra vez la dulzura, el equilibrio, la bondad.

Consideré que ese era el momento más apropiado para que De Morales me explicase esa frase que como un leit motiv iba repitiendo a lo largo de nuestra indagación. “Ese cuadro es falso”, pero por qué, le dije.

Recordamos algunos cuadros. Piensa por ejemplo en los cuadros que has visto en El Prado, piensa en el martirio de San Esteban de Juan de Juanes. Piensa en la saña de los dos judíos que alzan la piedra con la que van a golpear al santo que está de espaldas, arrodillado, mirando suplicante al cielo. Está sufriendo, padece. Sin embargo santa Águeda no, santa Águeda está tranquila, sostiene la palma, ya ha pasado. Ahí está la falsedad, en el hecho del equilibrio, de la ausencia de dolor. Ya se ha producido la salvación, está a salvo, está glorificada, en otro lugar, en otro tiempo, en otro espacio, está trascendida. La verdadera felicidad, había leído en Sade, radica exclusivamente en el seno de la virtud. La falsedad está en que está idealizado. Piensa en el poema de Federico García Lorca Martirio de Santa Olalla que aparece en el Romancero Gitano. Dos santas hay en España con ese nombre, Santa Eulalia de Barcelona y Santa Eulalia de Mérida. Las tres, Santa Águeda, y las dos santas españolas, son del siglo III, las tres jóvenes, las tres mártires, las tres torturadas hasta la muerte. La de Barcelona muerta en el ecúleo, en el potro, con sus carnes, sus uñas, desgarradas, la de Mérida a hierro y fuego, Águeda, mutilada y luego arrojada al hierro candente.

Escribe Lorca:

II-EL MARTIRIO

Flora desnuda se sube
por escalerillas de agua.
El Cónsul pide bandeja
para los senos de Olalla.
Un chorro de venas verdes
le brota de la garganta.
Su sexo tiembla enredado
como un pájaro en las zarzas.
Por el suelo, ya sin norma,
brincan sus manos cortadas
que aún pueden cruzarse en tenue
oración decapitada.
Por los rojos agujeros
donde sus pechos estaban
se ven cielos diminutos
y arroyos de leche blanca.
Mil arbolillos de sangre
le cubren toda la espalda
y oponen húmedos troncos
al bisturí de las llamas.
Centuriones amarillos
de carne gris, desvelada,
llegan al cielo sonando
sus armaduras de plata.
Y mientras vibra confusa
pasión de crines y espadas,
el Cónsul porta en bandeja
senos ahumados de Olalla.

Aquí hay, dijo De Morales, una idealización estética, pero está el dolor, el sufrimiento, la tortura. Luego añade Lorca:

Una Custodia reluce
sobre los cielos quemados
entre gargantas de arroyo
y ruiseñores en ramos.
¡Saltan vidrios de colores!
Olalla blanca en lo blanco.
Ángeles y serafines
dicen: Santo, Santo, Santo

No me pareció tan reveladora la información de De Morales. Acepté que fuera una mentira en esos términos, en todo caso una mentira piadosa. Una especie de estremecimiento me recorría aún al leer los versos de Lorca, al pensar en la Dalia Negra, esa joven aspirante a actriz de los años de posguerra, en un mundo corrupto, que viste de negro, que se apoda como la Dalia azul, una película de la época, que sufre, que muere mutilada, brutalmente asesinada. Que llena las portadas de los periódicos reales, no los de ficción, sino los de este lado, los del pan nuestro de cada día, que despierta el morbo, que sirve de acicate a un vendedor avispado que saca la línea de zapatos y bolsos la Dalia negra, todo negro, muy negro.

-No seas así –me dijo De Morales- ya has llegado al fin. Te faltan unas líneas para poner el punto final. Y bien, recuerda lo que te dije, eres un escritor y necesitabas un elemento de tensión para llegar hasta aquí. Yo te lo he dado, he mantenido la tensión al afirmar que este cuadro era falso, aunque no lo sea. Además te voy a dar un final, justo lo que necesitas ahora.

Se acercó entonces a su videoteca, repartida entre la sala de estar y el balcón, y eligió una película. De Morales ejerce, como el Pepe Carvalho de Los mares del sur una curiosa actividad de crítico, en este caso, cinematográfico. Si Carvalho tira los libros a la chimenea, De Morales cuelga los deuvedés de un hilo para que no se caguen las palomas en su balcón. Yo ya sabía que De Morales no estaría aquí, entre nosotros –demasiado peligroso para su integridad como persona- pero que no iba a dejar ni por un momento de ser el protagonista. Me sentí como Biscuter, el mayordomo de Carvalho, preparándole la cena, mientras recordábamos el maravilloso cuanto de James Joyce Los muertos con el que se cierra la colección de Dublineses. Me vi con la película de John Huston en la mano. “Pon la última escena”, me dijo. “En la que Gabriel y Gretta vuelven de la cena y se quedan solos en el dormitorio, allí donde ella le cuenta la historia de Michael Furey. Soren empezó este ciclo con la historia de amor del jovencísimo Rilke a propósito de La Magdalena. Cierra tú con una historia de amor, un martirio por amor. La historia del desdichado Michael Furey, que muere por amor bajo la lluvia, tísico, esperando que su amada salga a la ventana.

Y eso es lo que vamos a hacer.

Aquí lo tienes, dijo concluyendo, no digas nada después, este es tu punto final.

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