sábado, 10 de octubre de 2009

Siete días de octubre


Hace unas semanas escribí un relato que era el relato de un texto, una cosa de esas extrañas que nos gustan a los lectores de Vila-Matas, por ejemplo, un texto en el que contaba cómo contaría un argumento que había llegado a mi cabeza de forma azarosa.

Han pasado unas semanas, ha pasado el tiempo, y los dos protagonistas se encontraron, tal vez porque ella se percató de que tenía el móvil de él, que, efectivamente, se lo habían intercambiado en la habitación. Le resultó fácil marcar porque era su número en realidad al que llamaba en ese instante con el ritmo del corazón acelerado. Y él lo cogió, hablaron un rato, quedaron. Los dos sentían miedo y después de varias citas él hizo eso que nunca se hace en el juego de la seducción, le dijo todo lo que sentía por ella, todas esas cosas que creía dormidas y que de pronto se desbocaron como en un tropel de emociones incontroladas, tal vez porque para él, quizás también para ella, no se trataba de un juego de seducción, más bien era otra cosa donde la seducción intervenía pero sin ser el fin último.

De pronto, no sé, me veo con la necesidad de continuar ese relato, con los dos protagonistas sentados cara a cara, tiemblan, ¿pero por qué?, sienten cosas de una forma vertiginosa, ¿pero por qué? Ella le dice que está nerviosa, él le dice que por qué no se besan.

Y de pronto suena el teléfono y tengo que dejar el relato en suspenso. No creo que pueda terminarlo hoy, no sé qué pasará entre ellos, tal vez, pienso, con esta urgencia de poner punto final a la entrada, que no estará mal que los dos se queden un tiempo así, uno frente al otro, nerviosos, a punto de besarse y sin besarse.

Y pienso, otra vez, y no sé por qué, que debería terminar con ese verso de Lope de Vega que lleva unos días dándole vueltas a mi cabeza: "esto es amor, quien lo probó lo sabe".

Como dijo Humphrey Bogart en Casablanca, afortunadamente siempre nos quedarán los clásicos.

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