[Paul Delvaux]
Se levantó con un dolor profundo en el hombro izquierdo. Tal vez había dormido demasiado. Tal vez demasiado tiempo sobre el mismo costado. Al prepararse el desayuno notó otra vez esa sensación punzante en el mismo lugar. Tuvo que bajar el brazo, se le cayó el azucarero esparciendo el azúcar por toda la cocina. Notó su rugosidad al pisarla sin querer, algo desagradable, que parecía romperse en mil pedazos.
"El mundo tal y como lo conocemos tiene los días contados". Había escrito la noche anterior. "Así que no nos queda mucho de lo que tirar. Estamos capitalizados, comprados, mano de obra con unas garantías de bienestar suficientes como para consumir y tener la extraña sensación de ser felices con nuestra también extraña sensación de libertad y de democracia".
Siempre había sido un ciudadano ejemplar en sus deberes. Incluso había sido presidente de una mesa electoral. Siempre juicioso. Crédulo. Pero sin saber por qué había dejado de votar en las últimas elecciones. Había preferido aprovechar el día de sol en la playa. Regodearse en los pequeños placeres de un domingo cualquiera. Y para el mundo fue lo mismo, las mismas peroratas en la radio, las mismas valoraciones de los políticos. Nadie lo echó en falta, pensó.
"Hace algún tiempo que se pervirtió el sentido de la vida. No sé, me pregunto, si tendríamos alguna respuesta si nos preguntáramos en verdad no tanto para qué vivimos, -estamos aquí, eso ya está hecho-, sino más bien qué pensamos sobre qué es la vida".
"De verdad que no estoy depresivo", añadió, "de verdad que no soy pesimista. Al contrario, creo que tal vez sea un buen momento para recapacitar". Y apuntó: "¿Es esta la única manera de vivir posible?"
Luego había tachado varias frases. De entre todas estas líneas lo único legible era "¿A quién beneficia todo esto? ¿Quién sale ganando? No veo la manera de momento de decirlo más claro".
Y mientras pasaba la escoba sobre el suelo de su hipoteca, intentando recoger todo el azúcar, lo comprendió con la luz meridiana de aquel otro domingo en la playa.
"El mundo tal y como lo conocemos tiene los días contados". Había escrito la noche anterior. "Así que no nos queda mucho de lo que tirar. Estamos capitalizados, comprados, mano de obra con unas garantías de bienestar suficientes como para consumir y tener la extraña sensación de ser felices con nuestra también extraña sensación de libertad y de democracia".
Siempre había sido un ciudadano ejemplar en sus deberes. Incluso había sido presidente de una mesa electoral. Siempre juicioso. Crédulo. Pero sin saber por qué había dejado de votar en las últimas elecciones. Había preferido aprovechar el día de sol en la playa. Regodearse en los pequeños placeres de un domingo cualquiera. Y para el mundo fue lo mismo, las mismas peroratas en la radio, las mismas valoraciones de los políticos. Nadie lo echó en falta, pensó.
"Hace algún tiempo que se pervirtió el sentido de la vida. No sé, me pregunto, si tendríamos alguna respuesta si nos preguntáramos en verdad no tanto para qué vivimos, -estamos aquí, eso ya está hecho-, sino más bien qué pensamos sobre qué es la vida".
"De verdad que no estoy depresivo", añadió, "de verdad que no soy pesimista. Al contrario, creo que tal vez sea un buen momento para recapacitar". Y apuntó: "¿Es esta la única manera de vivir posible?"
Luego había tachado varias frases. De entre todas estas líneas lo único legible era "¿A quién beneficia todo esto? ¿Quién sale ganando? No veo la manera de momento de decirlo más claro".
Y mientras pasaba la escoba sobre el suelo de su hipoteca, intentando recoger todo el azúcar, lo comprendió con la luz meridiana de aquel otro domingo en la playa.
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