24/06/2008
Hemiciclo de la Facultad de Letras
(Universidad de Murcia)
En 1901 nace en Suiza Alberto Giacometti. Este pintor y escultor se forma en París con los primeros movimientos de vanguardias, pero a partir de los años cuarenta da un giro a su carrera y emprende un camino absolutamente al margen. El mundo ha conocido
En Montparnasse, a medio camino entre la cueva troglodita y el estudio de un artista, empieza a crear un universo personal poblado por pequeñas figuras casi invisibles -de hecho cuando viajaba a Zurich, las llevaba en los bolsillos de su chaqueta-. Las construye primero en arcilla o escayola, pero antes de fundirlas en bronce las figuras van perdiendo consistencia física, prácticamente se quedan en hilos verticales que se sostienen por la costumbre más que por las leyes físicas. Giacometti quita y quita hasta dejarlas en la mínima expresión. Son casi ilusiones ópticas que pueden desaparecer en cualquier momento.
Estas figuras, que aparecen en unos pocas situaciones que se repiten, como la de un hombre andando o la de pequeños grupos de seres extrañamente aislados, son humanas, filiformes, desnudas a veces y extremadamente delgadas, figuras como escapadas de Dachau, según señaló la crítica en su momento. Estos hombres son frágiles pero enormemente expresivos, están en actitudes cotidianas, como el Hombre cruzando la calle de 1960, muestran el sentido débil de la existencia humana, bajo la amenaza de destrucción por el parte del espacio que lo rodea.
En 1974, un año después del memorable 1973, nace en Cartagena Diego Sánchez Aguilar. Pasa , por lo que sabemos y por algunas fotos vistas en casa de sus padres, una adolescencia marcada por el rock, veranea en Los Urrutias, luego en Cabo de Palos, donde ahora vive, y viste camisas a cuadros y lleva tupé. No sé por qué, pero la experiencia como docente te muestra que los jóvenes rebeldes, los que no encuentran el espacio en la cotidianidad para sus inquietudes, se refugian en la música, en las camisetas negras, en los pelos largos. En Diego ya está despierta la curiosidad, su manera de aprender casi enciclopédica. Después no abandona sus gustos musicales, sino que los asume dentro de una realidad cultural más amplia. Y llega
Presentar un libro cada vez se me hace algo más extraño. Los libros como la amistad están por encima de los prejuicios, como cuando nos conocimos Diego y María Luisa y Anabel y José Óscar. Los libros están algo más allá, son algo que sólo se puede conocer viviéndolo.
En su libro, como en su vida, una de las cosas que me llama la atención de Diego es que, a diferencia de otros escritores, su poesía parece evocar una concepción no exclusivamente literaria del mundo. Añadía José Daniel Espejo en la breve reseña que antecede a la entrevista que le dedica que Diego ha escuchado más música y ha visto más cine que nadie, y que la probabilidad de equivocarse en esta afirmación es de un 0,1 por ciento. El arte, la cultura aparece por todos lados. Y toda la cultura y todo el arte. En este libro, su primer libro después de la plaquet, Desde el vientre de la ballena, y de los poemas de Lindero de tinieblas, publicados en el Murcia Joven de 2002, encontramos la cultura filtrada a través de la televisión, del cine, de la música.
Pero lo que más me llama la atención es el lugar desde donde se escribe este diario. Cuando Diego ha hablado de este libro en otros momentos, como la presentación del número cinco de la Revista Hache, o en la carpa de cool-tura presentando el número veinte de El coloquio de los perros, mostraba el autoengaño de los hombres al dividir el tiempo en fracciones aprehensibles, una manera de olvidar lo que hay debajo, el vacío. Y eso es quizás lo más inquietante de este libro, la verticalidad, como en la poesía de Juarroz, sobre el que versa su tesis, el vacío, el hombre de Giacometti que viaja el lunes por la mañana en su coche camino del trabajo, que transmite una incómoda sensación de soledad, una inquietud filiforme, como un hilo a punto de quebrarse entre la esperanza fingida y el vacío, en caída, como Altazor.
Es ese hombre de Giacometti, adelgazado, rodeado de una soledad terrible quien esboza los poemas, alguien anónimo que camina o que señala o que simplemente pasa. Ese hombre para el que posaba en infinidad de ocasiones otro Diego, Diego Giacometti, su hermano, y que ahora aparece en este diario, pero tomado de la realidad, porque el mundo parece habitado por estos hombres frágiles y hastiados, casi ilusiones ópticas a punto de desaparecer.
Giacometti despertó el interés de Sastre y de Genet, sobre todo, el hombre petrificado, no ya por la escultura sino por la sociedad. Giacometti coincide con Diego en hacer objeto de su obra a ese hombre extraño, sensible pero aislado, frágil, inerme. El hombre que camina, el hombre que señala, el hombre rodeado por el absurdo.
Lo que veo me preocupa, dijo Giacometti. No sé si Diego coincide con esta afirmación en su libro. Hay como en El Quijote, como en las figuras del suizo, una distancia irónica respecto a sus personajes.
Por mi parte para terminar podría decir que lo que veo me enseña, que lo que veo me gusta. Lo que veo me emociona. Y lo que veo es el Diario de las bestias blancas de Diego Sánchez.
Diego dedicando libros a un público entregado.
1 comentario:
Enhorabuena, Antonio. No había leído la presentación hasta ahora. De hecho no sabía que tenías este blog. Muy buena. Un lujo para Diego.
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