lunes, 25 de agosto de 2008

Confesiones de un niño católico

Al leer el prefacio del libro de Michel Onfray La fuerza de existir, mientras el escritor recorre sus años infantiles en una institución de educación francesa, regida por los padres salesianos, me he dado cuenta, bajo la atenta luz de sus palabras, de un hecho que hasta ahora nunca había formulado pero que había intuido, que mi formación fue una formación religiosa y no porque hubiera estudiado en un colegio de curas sino porque yo era un alumno enteramente católico. Lo curioso es que mi formación estuvo aparentemente apartada de los valores de una vida trascendente ya que mis padres en cuanto pudieron burlar las estrecheces de la economía familiar nos cambiaron a los tres hermanos de un colegio público, donde aún había crucifijos en las clases, a una cooperativa con cierto sabor de izquierdas, algo más libre, algo menos prejuiciosa, un colegio que habría hecho en cierta medida las delicias de Rodari.



Mis padres no iban a misa y en casa las cuestiones religiosas se trataban de una forma velada, como sucede con las supersticiones. Mi madre a su manera era creyente entonces, aunque ella siempre ha preferido cuidar las cuestiones del alma a través del cuerpo, con leche y galletas a media tarde. Mi padre no hablaba de esas cosas y cuando lo hacía lo hacía desde la nostalgia de la vida de su padre y de su propia vida, sometidas a un régimen dictatorial católico e intransigente que acabó con las esperanzas del primero y condicionó la actitud vital del segundo hacia lo que en mi familia se llama ser de izquierda genético, algo, parece ser, incompatible con la iglesia. Así que no sé claramente de dónde saqué yo esos hábitos y aspiracones creyentes que amoldaron mi persona en los años de la infancia y de la pubertad, y creo que hasta hoy mismo. La rectitud me persiguió siempre, la culpa aún me reconcome, el deber y lo indebido, y especialmente el temor, forman parte de un bagaje moral que hubiera deseado perder en alguna fonda a lo largo de estos treinta y cinco años.

En algún lugar he oído que todo buen creyente es temeroso. Tal vez esas frases anodinas, que se dicen por decir, como salidas de la lengua piadosa de las beatas de barrio que las repiten como letanías de iglesia, o como cuando un niño dice, noche tras noche, a sus padres que pasan la velada en el salón, “hasta mañana si dios quiere a todos”, tal vez, decía, esas frases, esos gestos, no sean tan banales. Los crucifijos, los cuentos infantiles, los ángeles de la guarda, ideas como el paraíso y el infierno, que nos asustan en la infancia, las vidas de los santos –recuerdo un poema de Ana Rossetti en el que evoca cómo prefería los martirologios a los cuentos de Lovecraft-, son la superficie de un mundo que creíamos abolido y que sin embargo tiene sus valores profundamente enraizados en nuestra cultura.


Por eso, creo, pasaba por los colegios laicos de una comunidad obrera con mi visión católica, digamos “innata”, y desde ese cristal observaba la realidad deformándola para que el deseo de ser monaguillo, que albergaba aquel niño que era yo entonces, no fuera en balde. Tal vez por eso sufrí con AMDG de Pérez de Ayala o con otros relatos tan propios de nuestra literatura anticlerical y ahora simpatizo con el terror y el temor del niño Michel Onfray.

Temor y terror han guiado en parte mi vida, lo veo con claridad pero no sin inquietud. Ahora, acostumbrado a las cosas más modestas, espero que el libro de Onfray me depare otras sorpresas que hablen de mí aunque sea en voz baja.

1 comentario:

Antonio Aguilar dijo...

Gracias María Dolores por dejarme este libro. Está siendo un placer y no te preocupes, que te lo devuelvo en cuanto termine.