No todas las historias de amor tienen que terminar bien. Aunque quién sabe. Hay algunas que no terminan nunca de empezar y otras que han terminado después del primer beso. Yo no sé a cual de estas historias pertenece la de la gacela thompson y el león, en el caso de que pertenezca a alguna, porque así, de primeras, se me ocurren historias de amor con final feliz, con final abierto y las que no tienen final.
El león, dice mi sobrina que los leones no hablan -aunque en el fondo no termina de creérselo- se dijo que no estaba mal aquella pieza, que aquella gacela podría saciarlo, devorarla pensó, pero lo pensó después, porque lo primero que sintió fue que la melena se le erizaba y que un frío impropio de la sabana le recorría el espinazo. La gacela, pensó, la gacela se había apartado del resto. Por un lado estaba flanqueada por el río, al otro por unos matorrales. Se acercó sigilosamente. El resto ya lo sabes. Correr de aquí para allá, dar saltos, hasta que la gacela cayó y el león la apresó con sus fauces por el cuello.
La arrastró como en El hombre tranquilo John Wayne arrastra a su prometida. Apretaba lo suficiente como para llevarla pero no tanto que pudiera herirla. La gacela no podía asimilar que el león no quisiera hacerle daño. A ella le habían dicho siempre que había de desconfiar de los leones, que los leones siempre te hacen daño. La lamió, lamió sus heridas, los arañazos de las zarzas habían dejado en sus largas patas, puso especial esmero en el cuello, en el vientre, donde un hilillo de sangre se había secado. ¿Por qué el león alargaba su agonía?
Pasaron los días, las lunas llenas que iban decreciendo poco a poco hasta quedar en un hilillo donde acunar el calor de los últimos días de verano y el león no devoraba a la gacela. Se quedaba mirándola, pasmado, indefenso ante tanta belleza, jadeando para distraer el hambre. Cada vez su cuerpo estaba más escuálido. Pero no podía comérsela, no quería comérsela.
Los leones siempre se comen a las gacelas thompson, pensó, pero él no podía, no quería hacerle daño, al contrario, le pasaba sus grandes zarpas por los costados, le lamía las legañas, zurcía mil excusas por las que un león podía vivir con una gacela, amarla, ser su compañero. Hasta que un día respiró y ya no pudo más.
El viento helado entró en sus pulmones y azuzó su melena dispersa en el aire. Parte ya del todo y de la nada.
Y esto es lo que quería contarte antes de irme a dormir, antes de que la luna se adelgace y enhebre mis párpados con esta noche fría de enero.
El león, dice mi sobrina que los leones no hablan -aunque en el fondo no termina de creérselo- se dijo que no estaba mal aquella pieza, que aquella gacela podría saciarlo, devorarla pensó, pero lo pensó después, porque lo primero que sintió fue que la melena se le erizaba y que un frío impropio de la sabana le recorría el espinazo. La gacela, pensó, la gacela se había apartado del resto. Por un lado estaba flanqueada por el río, al otro por unos matorrales. Se acercó sigilosamente. El resto ya lo sabes. Correr de aquí para allá, dar saltos, hasta que la gacela cayó y el león la apresó con sus fauces por el cuello.
La arrastró como en El hombre tranquilo John Wayne arrastra a su prometida. Apretaba lo suficiente como para llevarla pero no tanto que pudiera herirla. La gacela no podía asimilar que el león no quisiera hacerle daño. A ella le habían dicho siempre que había de desconfiar de los leones, que los leones siempre te hacen daño. La lamió, lamió sus heridas, los arañazos de las zarzas habían dejado en sus largas patas, puso especial esmero en el cuello, en el vientre, donde un hilillo de sangre se había secado. ¿Por qué el león alargaba su agonía?
Pasaron los días, las lunas llenas que iban decreciendo poco a poco hasta quedar en un hilillo donde acunar el calor de los últimos días de verano y el león no devoraba a la gacela. Se quedaba mirándola, pasmado, indefenso ante tanta belleza, jadeando para distraer el hambre. Cada vez su cuerpo estaba más escuálido. Pero no podía comérsela, no quería comérsela.
Los leones siempre se comen a las gacelas thompson, pensó, pero él no podía, no quería hacerle daño, al contrario, le pasaba sus grandes zarpas por los costados, le lamía las legañas, zurcía mil excusas por las que un león podía vivir con una gacela, amarla, ser su compañero. Hasta que un día respiró y ya no pudo más.
El viento helado entró en sus pulmones y azuzó su melena dispersa en el aire. Parte ya del todo y de la nada.
Y esto es lo que quería contarte antes de irme a dormir, antes de que la luna se adelgace y enhebre mis párpados con esta noche fría de enero.
5 comentarios:
ANTONIO:
¡Tantos cosas se pueden hacer por amor...!
Salu2.
Tienes razón, Diego, tantas cosas. Un abrazo, amigo mío.
Hermoso. Envidio a quien tenga un amor así. Un abrazo
muy bella historia,como para pensar que el amor es una sensacion unica e increible, deberian haber mas historias como esta, tan simple pero tan profunda a la vez
saludos
Preciosa, preciosa
Un beso
Glup!
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