Esta mañana me he levantado con una canción de Belle and Sebastian. Cuando pertrechado del frío iba por la calle la canción continuaba a mi lado, de pronto era un extraño pájaro en mi hombro, desde allí proporcionaba a la realidad una luz mortecina de felicidad y pérdida y también de reencuentro y de tristeza. Todo eso y un poco más.
Hace unos años publiqué en La Opinión de Murcia un artículo en el que ponía a parir a Isabelle García Molina. Me ahorro los detalles que me llevaron a escribirlo, porque si los relato parecerá que me exonero de aquellas palabras, que, también es cierto, escribí con la premura de lo que consideraba una injusticia y la falta de meditación de la juventud. Entonces me preguntaba, ¿Es Isabelle uno de ellos?, en alusión a esos gestores de la cultura a los que la cultura les importa una mierda y lo único que quieren es hacerse un nombre.
Hoy tengo que decir que no, que Isabelle no es uno de ellos. Que pasados diez, quince años, de aquello Isabelle sigue en su línea, chaqueta abotonada sobre su camisa blanca, con la honradez del cariño que destilan sus palabras, pocas, pero concisas y siempre bienintencionadas, con una voluntad limpia que a veces incluso abruma a la propia Isabelle. Ahora sé que me merezco que me salude con reticencia, pero eso es otra historia, la historia de un desacuerdo.
Ayer leyó en el Aula de Poesía Soren Peñalver, y leyó sólo durante media hora, sin esos excesos a los que nos ha acostumbrado, emotivo, inteligente, intuitivo. Lo presentó Isabelle. Fue un disfrute, pese al gallinero de figurines que van a estos actos a hacerse ver.
No sé qué dirán los Belle and Sebastian de todo esto, la verdad, pero a quién le importa. Ya no son las ocho de la mañana, hace sol y me siento bien.
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