lunes, 10 de octubre de 2011

Estado de diginidad 5: Vivir del cuento


Si mi hijo me dijese un día, por ejemplo, a la hora del desayuno, que quiere ser político, le daría un bofetón, así, de forma impulsiva, sin pensarlo dos veces, porque de pensarlo no lo haría, seguro. Luego le pediría perdón, me lo pediría a mí también. No volveré a hacerlo en la vida. Tal vez nunca me perdone, hasta que un día su determinación lo lleve a conseguirlo. Entonces tal vez lo entienda y gane mucho dinero al precio de malvender su alma, porque estoy seguro de que su alma será muy grande y de que cualquier precio será pequeño para ella.

Después, ya más sosegados, le diré que lo único que deseo para él es que se gane la vida de forma honrada, que en el mejor de los casos busque el bien, propio o común, que a fin de cuentas y si no se pervierte el sentido de las palabras es lo mismo, que fuera médico o maestro, carnicero, barrendero, alicatador, oficios así, de esos que siempre han querido desempeñar los críos llenos de idealismo y de sueños. Pero político no, le diría. No, por favor. Sé linotipista, albañil, ingeniero, haz pan, le diré, construye ascensores, canta o haz reír y llorar (pero de gusto, hijo mío, de gusto).

Y todo esto lo acompañaría de un gesto cariñoso ya que el cariño es algo que siempre ha sido fácil entre nosotros. Ahora, por ejemplo, desordeno su pelo y lo abrazo mientras siento que su corazón empieza a perdonarme.

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