3/12/08
Este post es un juego de la oca. Va de Antonio Lorente a Antonio Lorente. Porque está en los extremos y en el centro de las palabras.
La primera casilla está en Grecia, en Tesalónica, camino de la tumba de Filipo. Nos paramos en un puesto de frutas junto a la carretera. En principio era parecido a los que aparecen en la costa española, con melones, sandías, melocotones, albaricoques... Quizás la única diferencia eran las pequeñas hornacinas que jalonan los caminos griegos con flores y exvotos. Era una carretera secundaria, lejos de la ciudad. Aquel puesto lo regentaba un hombre maduro, cincuenta, sesenta años tal vez, vestía con una camisa a cuadros y unos pantalones cortos, las manos agrietadas, la piel seca y curtida. En un momento dado, tal vez al verse animado por la conversación con Antonio, sacó un instrumento musical y se puso a cantar. Antonio iba traduciendo las letras. De pronto dijo aquella frases que recordamos con una sonrisa todos los que estábamos allí -María José, Antonio, Rafa, Mar, Anabel, yo- en los días siguientes. Señaló la casa cercana y dijo que antes vivía con sus cuatro hijos y que cada uno tenía su parecer pero que él les había enseñado que verdad sólo había una, y luego añadió que ahora, entonces, vivía sólo, pero que a veces eran demasiados.
La segunda casilla de esta oca está en Murcia, en un libro de Tabucchi que Antonio me regaló hace unos días en el programa de radio en el que colaboramos desde hace años. En las páginas de Se está haciendo cada vez más tarde, el escritor italiano habla de una pequeña isla griega de apenas cincuenta kilómetros de diámetro, una isla anacrónica o pancrónica, -pero para desentrañar esa duda habrá que leerse el libro completo-. En un momento dado habla de varios visitantes célebres, uno era el novelista griego Nikos Kazantzakis, cuyo epitafio reza "No espero nada. No temo nada. Soy libre" (Δεν ελπίζω τίποτα. Δε φοβούμαι τίποτα. Είμαι λεύτερος).
Recuerdo la camiseta que me compré en aquel viaje, con quién me la compré, cómo fueron esos días, por las calles de Plaka, "No espero nada. No temo nada. Soy libre" se podía leer en mi pecho de hombre feliz, cuando aún dos no éramos muchos para una casa y Grecia nos bendecía con su luz, su calor y su verdad.
La primera casilla está en Grecia, en Tesalónica, camino de la tumba de Filipo. Nos paramos en un puesto de frutas junto a la carretera. En principio era parecido a los que aparecen en la costa española, con melones, sandías, melocotones, albaricoques... Quizás la única diferencia eran las pequeñas hornacinas que jalonan los caminos griegos con flores y exvotos. Era una carretera secundaria, lejos de la ciudad. Aquel puesto lo regentaba un hombre maduro, cincuenta, sesenta años tal vez, vestía con una camisa a cuadros y unos pantalones cortos, las manos agrietadas, la piel seca y curtida. En un momento dado, tal vez al verse animado por la conversación con Antonio, sacó un instrumento musical y se puso a cantar. Antonio iba traduciendo las letras. De pronto dijo aquella frases que recordamos con una sonrisa todos los que estábamos allí -María José, Antonio, Rafa, Mar, Anabel, yo- en los días siguientes. Señaló la casa cercana y dijo que antes vivía con sus cuatro hijos y que cada uno tenía su parecer pero que él les había enseñado que verdad sólo había una, y luego añadió que ahora, entonces, vivía sólo, pero que a veces eran demasiados.
La segunda casilla de esta oca está en Murcia, en un libro de Tabucchi que Antonio me regaló hace unos días en el programa de radio en el que colaboramos desde hace años. En las páginas de Se está haciendo cada vez más tarde, el escritor italiano habla de una pequeña isla griega de apenas cincuenta kilómetros de diámetro, una isla anacrónica o pancrónica, -pero para desentrañar esa duda habrá que leerse el libro completo-. En un momento dado habla de varios visitantes célebres, uno era el novelista griego Nikos Kazantzakis, cuyo epitafio reza "No espero nada. No temo nada. Soy libre" (Δεν ελπίζω τίποτα. Δε φοβούμαι τίποτα. Είμαι λεύτερος).
Recuerdo la camiseta que me compré en aquel viaje, con quién me la compré, cómo fueron esos días, por las calles de Plaka, "No espero nada. No temo nada. Soy libre" se podía leer en mi pecho de hombre feliz, cuando aún dos no éramos muchos para una casa y Grecia nos bendecía con su luz, su calor y su verdad.
4 comentarios:
La verdad es que hasta que no ví esto de los blogs y no vinieron este año los nuevos profesores escritores como José Óscar y usted, no pensé que un profesor de Lengua del IES Marqués de los vélez escribiera, y que escribiera tan bien como usted, el hombre de la foto parece su abuelo, el que salía en una foto junto a su madre que puso en el recreo literario que hizo, ¿es él?
Un saludo.
Sergio Pastor.
Hola Sergio, yo creo que, aunque no nos conozcamos personalmente, me puedes tutear. Ese señor de la foto es el del relato, el griego que nos cantó y nos enseñó esa parte de su filosofía "práctica". Fue un momento muy feliz. Mi abuelo, a su vez, también tenía su propia visión de la vida y sobre todo era un placer charlar con él. No sé si se parecen físicamente pero algo había en los dos, un brillo especial en los ojos, que los podría hermanar.
No dudo que tu abuelo tuviera una visión especial de la vida, la cara es el espejo del alma y nunca mejor dicho,aún recuerdo la foto de tu abuelo, aunque no lo conozca.Y sí, si se parecen físicamente, y con esto y que la entrada se titulaba "El juego de los Antonios" pensé que era su abuelo y que también se llamaba Antonio.Por cierto aquel jardín al que vosotros llamabais del cementerio, no supe que era el jardín de San Roque hasta que no escuché en el recreo literario la historia que hablaba del cine de verano.
Un saludo y gracias por responder.
Sergio Pastor.Otra cosa, yo empecé a frecuentar tu blog por una entrada que leí que me encantó, "La tarde más disparatada del mundo".
Soy el mismo pero hay un problema y no puedo publicar con mi cuenta por eso lo hago con anónimo.
Bigardo, me alegro de leer lo que escribes. Como dijimos en una conversación hace ya bastante tiempo, es vergonzoso no compartir un don. Es un acto de egoismo sumo el privar a los demás de poder disfrutar de las virtudes que uno posee.
Un abrazo.
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