Estaba limpiando, ya lo sabes, cuando la encontré. ¿Por qué estaba guardada, me dije, por qué esta caja de música estará en el altillo de un armario? Después de limpiarla cuidadosamente me di cuenta de que estaba rota. Una hendidura recorría la parte de atrás.
Le di cuerda y escuché la música. Era un sonido sencillo, una pestaña, un torno dentado. Envolví el resto de objetos y los guardé. Sin embargo, la caja de música se quedó fuera, sobre la mesilla.
¿Qué es esto? –me dijiste– ¿Y qué hace aquí? No sirve para nada. No sé si fue por esas palabras por lo que me vi en la obligación de demostrarte que sí servía, que pese al tiempo y a la hendidura aquella caja servía para algo. Me pareció divertido aventurar que aquella fisura no era azarosa, que estaba allí porque tenía que estarlo. Pues, –empecé – esta hendidura no es obra casual, muy al contrario de lo que pudieses pensar es una puerta, más que una puerta –corregí –
el ojo de la cerradura que cierra esa puerta.
Cierra, dije, porque sabía que inmediatamente ibas a saltar. O abre. O abre, asentí. Sin embargo la dificultad no estriba en que te lo creas o no, aún más, ni siquiera que te lo plantees, no, la dificultad estriba en encontrar la llave.
Miré alrededor buscando algo con lo que continuar. Entonces me acordé de un cuento de Borges, más bien de una idea de un cuento de Borges. La única palabra –dije- que no puede aparecer en una adivinanza es la propia palabra que se oculta. Así que la llave de esta hendidura es otra hendidura. Sonreíste de inmediato. Aquella historia no podía llevarnos a la cama así como así. Entre otras cosas, –añadiste– Porque creo que te estás esforzando muy poco.
Volvamos al principio. Bien, –continué– era una caja de música y a la vez no lo era. Era una caja de música en manos de una niña y a la vez no era una caja de música en manos de esa misma niña. Aquella noche la niña se quedó dormida con la caja en su regazo. Imaginó que por aquel espacio minúsculo, de una forma vaporosa, se iría filtrando todo un mundo fantástico procedente del otro lado. Pero eso fue sólo una visión, ya que cuando se despertó en mitad de la noche
comprobó que todo seguía igual. Avanzó descalza hasta la cocina para beber un poco de agua
y al volver a la habitación sintió curiosidad de mirar por la abertura, curiosidad de asomarse al otro lado. Había encontrado la llave.
Tal vez porque aún estaba dormida no se planteó que aquello era absurdo y miró durante un rato. ¿Y sabes lo que vio? Se vio tumbada en la cama, igual que estás tú, mayor, treinta o cuarenta años mayor. Se vio como una mujer madura, tumbada con la caja de música entre sus manos, y un hombre también mayor a su lado, contándote milongas que no lo son, igual que la caja, que es una caja y no lo es.
Entonces comprobé que tú también te habías quedado dormida, podría decir que abrazada a la caja de música, a aquella caja de música que yo había sacado del altillo y sobre la que tú me habías pedido que te contara una historia, tal vez porque la historia auténtica no te satisfacía o la hubieras, voluntariamente, olvidado, quién sabe. Pero no, eso no es cierto. La caja había caído al suelo, y la bailarina se había desencajado. La recogí y apagué la luz. Luego me fui al estudio en silencio y escribí este poema, extraño, largo, narrativo, para que cuando despertases pudieras recordar todo lo que había pasado.
Le di cuerda y escuché la música. Era un sonido sencillo, una pestaña, un torno dentado. Envolví el resto de objetos y los guardé. Sin embargo, la caja de música se quedó fuera, sobre la mesilla.
¿Qué es esto? –me dijiste– ¿Y qué hace aquí? No sirve para nada. No sé si fue por esas palabras por lo que me vi en la obligación de demostrarte que sí servía, que pese al tiempo y a la hendidura aquella caja servía para algo. Me pareció divertido aventurar que aquella fisura no era azarosa, que estaba allí porque tenía que estarlo. Pues, –empecé – esta hendidura no es obra casual, muy al contrario de lo que pudieses pensar es una puerta, más que una puerta –corregí –
el ojo de la cerradura que cierra esa puerta.
Cierra, dije, porque sabía que inmediatamente ibas a saltar. O abre. O abre, asentí. Sin embargo la dificultad no estriba en que te lo creas o no, aún más, ni siquiera que te lo plantees, no, la dificultad estriba en encontrar la llave.
Miré alrededor buscando algo con lo que continuar. Entonces me acordé de un cuento de Borges, más bien de una idea de un cuento de Borges. La única palabra –dije- que no puede aparecer en una adivinanza es la propia palabra que se oculta. Así que la llave de esta hendidura es otra hendidura. Sonreíste de inmediato. Aquella historia no podía llevarnos a la cama así como así. Entre otras cosas, –añadiste– Porque creo que te estás esforzando muy poco.
Volvamos al principio. Bien, –continué– era una caja de música y a la vez no lo era. Era una caja de música en manos de una niña y a la vez no era una caja de música en manos de esa misma niña. Aquella noche la niña se quedó dormida con la caja en su regazo. Imaginó que por aquel espacio minúsculo, de una forma vaporosa, se iría filtrando todo un mundo fantástico procedente del otro lado. Pero eso fue sólo una visión, ya que cuando se despertó en mitad de la noche
comprobó que todo seguía igual. Avanzó descalza hasta la cocina para beber un poco de agua
y al volver a la habitación sintió curiosidad de mirar por la abertura, curiosidad de asomarse al otro lado. Había encontrado la llave.
Tal vez porque aún estaba dormida no se planteó que aquello era absurdo y miró durante un rato. ¿Y sabes lo que vio? Se vio tumbada en la cama, igual que estás tú, mayor, treinta o cuarenta años mayor. Se vio como una mujer madura, tumbada con la caja de música entre sus manos, y un hombre también mayor a su lado, contándote milongas que no lo son, igual que la caja, que es una caja y no lo es.
Entonces comprobé que tú también te habías quedado dormida, podría decir que abrazada a la caja de música, a aquella caja de música que yo había sacado del altillo y sobre la que tú me habías pedido que te contara una historia, tal vez porque la historia auténtica no te satisfacía o la hubieras, voluntariamente, olvidado, quién sabe. Pero no, eso no es cierto. La caja había caído al suelo, y la bailarina se había desencajado. La recogí y apagué la luz. Luego me fui al estudio en silencio y escribí este poema, extraño, largo, narrativo, para que cuando despertases pudieras recordar todo lo que había pasado.
3 comentarios:
Antoñico:
Espiral frenopática.
Salu2 borgianos.
Al leer esto me he acordado de que en la leja más alta de mi estantería hay una caja de música de cuando era pequeña. Tiene menos historia, pero no he podido evitar darle cuerda y escucharla.
Bonita la entrada :)
¡Me alegró verte en Sangonera! a ver si se repite pronto y no tienen que pasar otros tres años :)
un abrazo , profe!
Cuidado con las cajas de música, una vez que se abre ya no sabemos a dónde vamos a ir a parar. Me gustó mucho verte. Me gustó mucho veros. Quizás un regalo para mí aquella noche, una de esas cosas inesperadas que uno no espera. Gracias a los dos.
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