No serás capaz, le dijo, de escribir un cuento de terror. Estoy segura. Pero en su ojos ya estaba tomada la determinación de hacerlo. Sabía con qué contar. Un poco de sangre, las dosis justas de suspense y un final de infarto.
Era de noche. Se había hecho tarde. Se había quedado solo. Laura dormía desde hacía un rato Enchufó el ordenador y empezó a escribir. Puso música en el cd, algo de música clásica. El equipo estaba en la otra habitación, así que la música llegaba desde lejos, como una presencia lejana que lo abrazaba o lo azoraba, quién sabe, a esas horas. Hizo un inventario de terrores: no mirar debajo de la cama; no mirar detrás de las puertas; alguien que nos sorprende por detrás; los bichos que salen de la taza del váter.
Pero no encontraba el tono, no encontraba la tensión. Encendió un cigarrillo, que empezó a arder. Esto sí que mata, dijo y se echó a reír. Sonaba la música. Notaba la tensión creativa. El humo empezó a envolver la habitación. Pero no escribía.
De pronto, terminó el cd. Estaba cansado, se desperezó y levantó la mirada de la pantalla. Acarició a su perro que estaba junto a la silla. Fue hasta la otra habitación. El pasillo estaba a oscuras, las puertas cerradas. Crujió la madera del escritorio. Una puerta chirrió con la brisa de la noche, y cuando adentró la mano en la oscuridad del salón para encender la luz, notó algo, cómo decirlo, notó que al pulsar el interruptor se encendía la luz. Lo que, por otro lado, era normal.
Puso ese cd de Lou Reed que tanto le gustaba y volvió al cuarto. Se sentó de forma mecánica frente al ordenador y empezó de nuevo. No serás capaz le había dicho Laura, no serás capaz, y él estaba dispuesto a hacerlo. Empezó de nuevo, a ver, dijo, era una noche oscura, ella salió de su casa, avanzaba por la calle que se iluminaba a tramos, Laura, pensó, Laura se entretuvo en recoger a aquel perrito abandonado en el contenedor. Un coche se acercaba, luego se alejó.
La cosa había empezado bien esta vez. Mientras leía satisfecho los párrafos que acababa de escribir acariciaba la cabeza dócil de su perro. Tal vez pensó, el perro del relato, el perro que encuentra Laura, el perro grande y bonachón. El perro dentro y fuera del cuento. Siguió mesando sus cabellos, pero notó algo extraño, algo húmedo, la cabeza estaba fría, quieta en exceso, no respondía como otras veces a la caricia con un movimiento leve. Nada.
Miró a su lado, justo donde solía adormilarse el perro. Primero vio su mano ensangrentada, luego la cabeza. La cabeza de Laura. Y no le dio tiempo. Detrás escuchó un gruñido horrible y dejó de escribir.
Era de noche. Se había hecho tarde. Se había quedado solo. Laura dormía desde hacía un rato Enchufó el ordenador y empezó a escribir. Puso música en el cd, algo de música clásica. El equipo estaba en la otra habitación, así que la música llegaba desde lejos, como una presencia lejana que lo abrazaba o lo azoraba, quién sabe, a esas horas. Hizo un inventario de terrores: no mirar debajo de la cama; no mirar detrás de las puertas; alguien que nos sorprende por detrás; los bichos que salen de la taza del váter.
Pero no encontraba el tono, no encontraba la tensión. Encendió un cigarrillo, que empezó a arder. Esto sí que mata, dijo y se echó a reír. Sonaba la música. Notaba la tensión creativa. El humo empezó a envolver la habitación. Pero no escribía.
De pronto, terminó el cd. Estaba cansado, se desperezó y levantó la mirada de la pantalla. Acarició a su perro que estaba junto a la silla. Fue hasta la otra habitación. El pasillo estaba a oscuras, las puertas cerradas. Crujió la madera del escritorio. Una puerta chirrió con la brisa de la noche, y cuando adentró la mano en la oscuridad del salón para encender la luz, notó algo, cómo decirlo, notó que al pulsar el interruptor se encendía la luz. Lo que, por otro lado, era normal.
Puso ese cd de Lou Reed que tanto le gustaba y volvió al cuarto. Se sentó de forma mecánica frente al ordenador y empezó de nuevo. No serás capaz le había dicho Laura, no serás capaz, y él estaba dispuesto a hacerlo. Empezó de nuevo, a ver, dijo, era una noche oscura, ella salió de su casa, avanzaba por la calle que se iluminaba a tramos, Laura, pensó, Laura se entretuvo en recoger a aquel perrito abandonado en el contenedor. Un coche se acercaba, luego se alejó.
La cosa había empezado bien esta vez. Mientras leía satisfecho los párrafos que acababa de escribir acariciaba la cabeza dócil de su perro. Tal vez pensó, el perro del relato, el perro que encuentra Laura, el perro grande y bonachón. El perro dentro y fuera del cuento. Siguió mesando sus cabellos, pero notó algo extraño, algo húmedo, la cabeza estaba fría, quieta en exceso, no respondía como otras veces a la caricia con un movimiento leve. Nada.
Miró a su lado, justo donde solía adormilarse el perro. Primero vio su mano ensangrentada, luego la cabeza. La cabeza de Laura. Y no le dio tiempo. Detrás escuchó un gruñido horrible y dejó de escribir.
4 comentarios:
Hola Antonio,
Me ha gustado bastante este cuento, de verdad. Tiene una mezlca de terror, humor y, encima, metaliteratura ;)) También me hizo gracia el que escribiste hace unos días. Me recordó a un relato de un tal Serguei Pamiuski sobre un consolador...
Abrazos
Gonzalo
Antonio, ahora me gustarán los perros... todavía menos que antes, jajaja.
Me ha gustado.
Saludos.
Lo escribí hace unos años para mis alumnos. Se trataba de una lectura de cuentos en el recreo. Hice una pequeña selección de micros para los que no llevaban nada y me animé. Es verdad que después de leer los que leí debería haberme desanimado.Pero no lo hice. Eran mis alumnos, una biblioteca y un recreo. Uno también tiene derecho a divertirse e hice uso de ese derecho.
Me gusta, tiene un final sorprendente y cuando parece que va a ocurrir algo, vuelve a la normalidad, y sucede lo que el lector no espera ni imagina.Excelente. Saludos.
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