Será porque mañana leemos un grupo de poetas en la cafetería Ítaca de Murcia, en esta cafetería que ha sido el refugio de, entre otros, ciertos estudiantes universitarios con inquietudes literarias y también políticas y de otros que eventualmente han coincidido también con las mismas inquietudes pero de una manera menos beligerante, que tengo el temor de, y pese a las expectativas propias, decir algo inadecuado de alguien o dar por aludido malamente a quienes como yo mañana leemos o podríamos leer.
Yo he leído en la cafetería Ítaca en varias ocasiones. He asistido a innumerables recitales. No a tantos conciertos. E incluso he sido jurado del premio de poesía Poetas Colgados en la edición que ganó José Daniel Espejo. No obstante, siempre que leo en público se activan mis fantasmas, azuzan sus cadenas desde el más allá, sobre todo cuando son lecturas así al albur de cierto caos que por otro lado se semeja tanto a la vida. Dos poemas entre otros tantos poemas. En realidad a mí me gusta pensar que no voy a leer sino que voy a escuchar, pero para qué engañarnos, enseguida me aburro y mi atención se dispersa y viaja hacia las cosas más aparentemente anodinas, la manera de agitar el café, el movimiento, balanceo, de una zapatilla que pende de los dedos de un único pie -el otro sirve de sustento- en un equilibrio precario pero al final firme, el mensaje de texto que redacta el de al lado, en la manera en que dos pavos se tocan -aún no se han dicho nada, pero ya se tocan con cualquier excusa-.
Por eso pienso que en la lectura de mañana hay mucho amor. Sueltos los fantasmas propios, tiene que ser que me apetece mucho leer para que asista y no porque cierran la cafetería Ítaca, lo que me parece triste, sino porque allí de alguna manera, como en tantos otros lugares, he disfrutado siendo felizmente anónimo.
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